¿Dónde van las notas que no suenan?
En tiempos de crisis la creatividad ha de encenderse para sobrevivir y, con suerte, supervivir en el futuro. Cada actividad tiene sus propios inconvenientes, incompatibilidades e imposibilidades frente a la situación de excepción que nos ha tocado vivir. Otras, por suerte para ellas, sacan provecho por ser útiles en la pandemia.
La utilidad ha devenido en una posibilidad de redención. La inutilidad de la cultura la tildan aquellos que han sido domesticados a través de la falta de sensibilidad, aquellos que no la consideran esencial y, por lo tanto, viven cómodamente en la cueva platónica donde todo lo que sucede es suficiente.
La cultura, aunque les pese, es esencial porque nos reencuentra con lo que somos más allá de un número de identificación fiscal, un guarismo en el banco o una categoría salarial. Si todo lo reducimos a lo estrictamente económico y racional seremos justamente eso, seres -a lo sumo- racionalmente dirigidos. No estaría del todo mal si la población media, identificada como está con la economía, extrajese de esta algún provecho en lugar de servirla cual esclavos convencidos y saciados.
La inutilidad de la cultura la tildan aquellos que han sido domesticados a través de la falta de sensibilidad.
La cultura también es valor como se demuestra en latitudes culturalmente desarrollados que, paradójicamente, ostentan mejores resultados numéricos. No es casualidad que su prosperidad esté asentada en una atención a la cultura. En el sur, sin embargo, nos hemos rendido a lo puramente evidente, aquello que nos ha sido dado como el que hereda sin sudor. Nos creemos el mantra del sol y la gastronomía para seguir anclados en un espectro socioeconómico rentable para unos pocos y empobrecedor para la mayoría.
Pero existe un valor no asimilado, un resorte económico imponente que contiene la gama exquisita y grandiosa de propiciar porvenir (del bueno). A través de la cultura se abre una posibilidad infinita de emancipación sobre un sistema divinizado que no solo aprieta y sino que ahoga.
Conscientes de su utilidad, nuestros dirigentes la minimizan hasta disolverla en un magma falaz de puro entretenimiento, impidiendo a la sociedad el derecho a la belleza sublime y a nuevas capas de pensamiento, sobre todo crítico. Sin pensamiento, no hay crítica y sin crítica hay domesticación, sutil metáfora de la esclavitud.
Sin grandes esfuerzos, aunque muy torpes y evidentes, la cultura se socava en las luchas intestinales de sus propios miembros, muy especialmente en el lado de l música. No hay en el espectro laboral una profesión tan falsamente corporativa, ninguna donde la envidia obre de una manera más dañina. No hay posibilidad de reencuentro, de verdadera unión mientras se sospeche del éxito ajeno, sin entender que el éxito particular es el abono del éxito gremial.
A través de la cultura se abre una posibilidad infinita de emancipación sobre un sistema divinizado que no solo aprieta y sino que ahoga.
Para esto, no hay solución ni conviene insistir. Conviene, eso sí, seguir abonando pequeños círculos de artistas verdaderamente comprometidos, que no tienen complejos marginales, que optan por una cotización acorde a sus talentos (tanto como en otras profesiones), que no se pliegan al designio instructor de quienes se han alineado con la ignorancia y que cree que nuestro trabajo es solo jolgorio y algarabía. En ese mismo bando, que lo tengan muy claro, están aquellos que se proclaman artistas y que protestan, pero no cambian, haciendo de bufones en la gran celebración de la ignorancia.
La música ostenta, seguramente, una de las facetas del arte más denostadas. Pero así será mientras el músico no deje de sentirse parte de un colectivo tendente a la queja sin propuesta. La bohemia queda muy aparente para contextualizar un modo de vida pero deviene en ridícula si se tiene complejo a la hora de valorizar una actividad profesional, aunque sea la música.
El confinamiento nos ha llevado a ambos lados de la conducta: desde la exposición desprovista de propósito y sin ningún resultado en cuanto a la atención del público hasta la reflexión profunda y la creación silente de nuevos proyectos. Los que han optado por lo segundo, no tardarán en ser señalados por los primeros que valorarán como objeto de envidia, conato y veto cualquier actividad creativa y productiva (para el conjunto del gremio) de quienes no han procrastinado y han enfocado su futuro.
Están aquellos que se proclaman artistas y que protestan, pero no cambian, haciendo de bufones en la gran celebración de la ignorancia.
Nada está dibujado en el horizonte. Nunca nada fue tan difuso ni tan esperanzador al mismo tiempo. Pero hay algo incombustible al tiempo: el compromiso con la música y sus concomitancias sociales. Por ello, conviene reservarnos, no ceder a que la música suene a cualquier precio (salarial o emocional), que nadie ose desproveer de valor nuestro arte y que se proclame de una vez por todas que las notas que no han sonado están guardadas en el corazón de los nobles, de esparcirlas ya se encargan los necios.
Desprovistos de presente, quizá sea hora de no seguir insistiendo en un pasado que -ciertamente- tampoco era la panacea ni querer que el presente sea continuo al respecto de aquel pasado. Se nos abre una oportunidad única de reinvención. Las opciones son claras: abandonamos o creamos un nuevo paradigma donde poder crecer.
Si dejamos este horizonte en manos de los de siempre tendremos los resultados de siempre. Dejemos de una vez de confiar en quienes nunca nos quisieron y centrémonos en lo que siempre tuvimos: el público. Es hora de hacer lo que mejor sabemos. Es hora de decir adiós a las notas que ya no suenan y abrazar los nuevos sonidos que la realidad nos presenta. Es hora de crear para seguir creyendo.
Juan F. Ballesteros
músico y escritor
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