De lo histórico en la interpretación musical

Interpretar es, según la RAE,  dar o atribuir a algo un significado determinado o, bajo la siempre prístina luz de la etimología, del latín interpretari, vocablo derivado a su vez de interpres, que se usaba para el mediador en un negocio o una transacción comercial. Si apelamos al término en inglés, to play, el hecho de interpretar aparenta más lúdico por el sentido polisémico que incluye tanto tocar/interpretar como jugar. También la etimología nos alumbra: del inglés antiguo pleg(i)an (ejercitar), o plega (movimiento rápido) o, incluso, del holandés o alemán occidental antiguo pleien (saltar).

Así, podemos decir que un músico es quien interpreta, toca o ¿juega? en tanto que mediador. Pero, ¿entre qué mediamos? ¿cuál es el ítem de valor que transaccionamos con nuestra praxis? Obviamente, la emoción. Pero la emoción puede ser difusa si la ofrecemos sin contexto. En cualquier caso, nos conduce a una retórica de la emoción de una sola nota. Así, la interpretación ajustada al criterio interpretativo de sus propios contornos eleva la emoción a una experiencia estética inconmensurable. 

El significado y el significante se unen mediante la sintaxis que da sentido a la necesidad de comunicar a través del lenguaje propio de un estilo musical determinado. Pero, ¿qué significa en esencia interpretar una vez asumimos nuestra responsabilidad a la hora de trasladar una emoción sonora desde la partitura al corazón del oyente pasando por el tamiz de la mecánica de un instrumento musical? Aquí es donde la interpretación nos muestra las dos caras de la misma moneda: la opinión/ocurrencia y el criterio/rigor.

En un mundo hiper-comunicado, el acceso a la información contiene el peligro de cómo gestionar la criba, del discernimiento de lo aparente e impactante frente a la prudencia y la comprobación empírica basada en el estudio. El paradigma que habitamos nos puede llevar a creer que la mimética es suficiente para acometer un determinado repertorio, sobre todo el más antiguo. Lo que nos gusta no es per se lo auténtico. Del mismo modo, lo auténtico no debe ser acomodado a nuestras preferencias o, peor, nuestras posibilidades. La música no es bonita o fea, por utilizar términos básicos de una primera apreciación egoica. La música es cierta o incierta. Contiene verdad, esto es, belleza o es falsa, lo que no impide su valoración estética en positivo aunque sea en una capa superficial.

Así, la interpretación ajustada al criterio interpretativo de sus propios contornos eleva la emoción a una experiencia estética inconmensurable.

Incomprensiblemente, el estudio histórico en los conservatorios comienza en el barroco tardío con Vivaldi como si lo anterior careciese de interés y, todavía más incomprensible si nos situamos en nuestro presente como futuro de la evolución musical, el estudio llega hasta Wagner, como si las vanguardias no debieran priorizarse para entender los ocho siglos de música codificada de la que disponemos. No obstante, el conservatorio tiene como función, redundantemente, conservar, estandarizar las posibilidades interpretativas. En su origen, hacia mitad del siglo XIX en Francia, consiguió realizar un trabajo de ordenamiento unitario dentro del magma de infinitas posibilidades que ofrecía la música hasta ese momento.

Es curiosa la anécdota que aconteció en Paris con la visita del propio Richard Wagner con motivo de la interpretación de la obertura de Lohengrin a cargo de la orquesta del conservatorio de la capital francesa. Wagner, advirtió sorprendido cómo todas las secciones de cuerda desarrollaban el movimiento del arco con total sincronicidad y coordinación. Es decir, advirtió algo nuevo, puesto que hasta el momento la unidireccionalidad de los arcos estaba más sujeta a la retórica que no al orden visual estético. Del mismo modo ocurre cuando al interpretar música del siglo XVIII se insta a guardar una articulación exacta e igual entre la sección que se ocupa del continuo cuando cada instrumento tiene su peculiar forma de hacerlo y, obviamente, no tiene porqué coincidir.

¿Qué significa en esencia interpretar una vez asumimos nuestra responsabilidad a la hora de trasladar una emoción sonora desde la partitura al corazón del oyente pasando por el tamiz de la mecánica de un instrumento musical?

¿Acaso, desde un punto de vista organológico, tendría sentido pedir a un fagot, violoncello, contrabajo, thiorba, órgano o clave la misma resolución técnica ante un determinado desafío que presente la frase? Y cuando de la voz se trata, y más allá de la reciprocidad entre instrumentos mecánicos y el instrumento humano, ¿pueden las inflexiones del texto, la respiración, el movimiento enfático de la dicción, el ataque de la disonancia o la ornamentación tener una concomitancia exacta con los instrumentos de la orquesta?

Más allá de estas consideraciones, está la realidad a la hora de acometer un repertorio llamado histórico, como si toda la música no lo fuera, pero -para entendernos- ¿a qué llamamos música histórica? Hace apenas una generación nos referíamos a la música previa al 1700. Ahora, quizás no estén tan claros los contornos, dado que podemos hablar de Mozart, acaso de Beethoven, Schubert o Mendelssohn ya como históricos desde el punto de vista musicológico. ¿Acaso Brahms y Schumann? Cualquier declaración que ostente la aspiración de una verdad será, cuanto menos sospechosa.

Quizás, hemos determinado que la segmentación temporal ha venido dada por el uso de instrumentos peculiares o propios a su tiempo. Bajo este prisma, nos acercaríamos sin demasiado esfuerzo a los albores del siglo XX. Por tanto, no resuelve el problema de la interpretación si atendemos a la tecnología de cada tiempo.

Nicolaus Harnoncourt lo dijo: prefiero una buena flauta Böhm que un mal trasverso. Esta frase, tiene un significado mucho más profundo que su mera y lógica enunciación. Por un lado, está la autoridad de quien lo proclama, Harnoncourt fue pionero en la recuperación musigológica y organológica de la música del pasado, desde la música medieval hasta el barroco, en un primer término, y el resto del repertorio ¡hasta Gershwin! que pasó por las manos (que no la batuta, puesto que nunca la usó) del maestro austriaco. De otro lado, la constatación de que el rigor no viene dado por un elemento mecánico sino conceptual. Esto es, la música no es más pura, no es más exacta, no se aproxima más a un criterio auténtico de interpretación por el mero hecho de ser interpretada por unos determinados instrumentos. Dicho de otro modo, la retórica, la argumentación, la articulación, el discurso sonoro (como acostumbraba a referirse el propio Harnoncourt) y la subyacente emoción, es igual de inconmensurable si se realiza con instrumentos originales o replicados del siglo XVIII como si es con instrumentos modernos. El término moderno, obviamente, no tiene un sentido estrictos atendemos a los aportes que en el arco propuso Tourte y que se ha mantenido los últimos dos siglos. Pero, se sobrentiende, que la referencia es a instrumentos de la esfera de la cuerda con características propias como las cuerdas de tripa, diapasón y arco y el reflejo en el resto de instrumentos, vientos-madera, metales o percusión. 

No trato de obviar la importancia que la mecánica de los instrumentos tiene en la propia interpretación: ataques de arco o columna de aire, sonorización de los armónicos en los metales, longitud del arco y su asociación en el fraseo vocal, afinación, etc. Más bien, el argumento intenta trazar una línea abierta en cuanto a la interpretación de cualquier época con los medios tecnológicos de los que disponemos.

Nicolaus Harnoncourt lo dijo: prefiero una buena flauta Böhm que un mal trasverso.

¿Estaríamos, de lo contrario, más cerca de Bach si usamos un arco más corto, de Beethoven con un fagot sin caucho, de Brahms si utilizamos una trompa incipientemente cromática, de Chopin con el Pleyel 6.668? Solo si atendemos a la profundidad de su lenguaje, pero no necesariamente si el único ítem de validación es el uso de unos instrumentos sobre otros. 

La música es, probablemente, el arte más libre en tanto que más intangible. Entender el lenguaje visual figurativo, abstracto o cinematográfico o la literalidad del texto escrito es mucho más aprehensible que el discurso puramente musical. La libertad no puede verse cercenada o comprometida por una tangencialidad o talibanización de la praxis sonora.

Quizás el reto reside en formar al oyente (sea músico o no) en lo que la música nos cuenta y no tanto en la sentencia inamovible de una única y excluyente forma de hacer

. En definitiva, la música histórica solo puede ser interpretada de dos maneras, independientemente de los instrumentos que se utilicen: bien o mal.

Juan F. Ballesteros
músico y escritor