Una de las herramientas que los directores y directoras de cualquier colectivo musical ostentan es la mecánica de la dirección. La técnica gestual que configura el proceso a través del cual el movimiento, fundamentalmente, de las manos y los brazos ilustran una idea musical expresiva, simbólica y congruente con la partitura.

Aunque obvio, conviene sostener el argumento de que el sonido lo realizan los músicos que configuran el orgánico. El director o directora tan solo alienta para la transformación del gesto en sonido, si bien es cierto que esa transmutación quasi poética, tiene mucho que ver con el liderazgo que se sustenta sobre una verdadera y profunda técnica.

Cabría, por tanto, habitar el espacio que existe en los límites de la eficacia para vislumbrar el verdadero efecto del gesto sobre los músicos y de estos sobre el sonido que propician. Este contexto debiera ser útil para definir qué es dirigir correctamente sin caer en cierta arbitrariedad.

Conviene sostener el argumento de que el sonido lo realizan los músicos que configuran el orgánico. El director o directora tan solo alienta para la transformación del gesto en sonido.

Cuando hablamos de la praxis instrumental, no cabe duda de dónde se hayan los contornos de lo objetivo. Podríamos reducir los indicadores a cuatro fundamentales, a saber, precisión, tangencialidad del error, fidelidad del texto e impacto estético. Pero cuando hablamos de dirigir, ¿dónde podemos poner las cotas de dichos indicadores?

Se dirá que un director o directora es espectacular, que mantiene candente la tensión de los músicos, que realiza bellos vuelos con sus brazos en una suerte de parafernalia de la coreografía gestual (esta última definición es de mi colega y, sin embargo, amiga Paula Torres Ayala) o que realiza una versión alternativa. ¿Son estos realmente los aspectos para definir la calidad de un director o directora? 

Mientras el instrumentista o el cantor están interpretando esforzadamente su partitura, concentrados en la sucesión de notas, haciendo cálculos enigmáticos y cognitivamente complejos para ajustar la afinación con el conjunto, gestionando las respiraciones tanto naturales como expresivas y, en fin, dominando una situación en principio de tensión para ofrecer el mejor resultante sonoro, observamos con frecuencia al director o directora mostrando piruetas e hiperbólicas descargas gestuales ajenas a la esencia del sonido.

Se dirá que un director o directora es espectacular, que mantiene candente la tensión de los músicos, que realiza bellos vuelos con sus brazos en una suerte de parafernalia de la coreografía gestual.

En estos casos mi apreciación personal (y la que trato de evitar cuando dirijo) es que se está faltando al respeto del músico que lo único que precisa al ser dirigido es no ser molestado.

Dirigir no puede convertirse en un ejercicio histriónico de narcisismo, de culto a la imagen vacua donde se busca más cuál es el plano visual que perpetuar en las redes sociales que la esencial y poco mediática sustancia sonora.

Juan F. Ballesteros
músico y escritor