Vivir sin coro (y 3). El Público

El público lo es todo para un coro. Mucho más que para cualquier otra formación musical. El coro habla de tú a tú, sin intermediarios. El coro canta hasta cuando calla. El aliento previo al sonido da cuenta de lo que el público puede esperar. Y espera. El sonido inunda la sala y ya nada es igual. El público lo sabe. Y también calla. No hay nada que decir. Nada.

Ahora, con el patio de butacas a oscuras parece brillar el público en su deseosa espera. El coro, el director sueñan con el público mientras este, sabio, ahuyenta cualquier intento de usurpación mezquina.

Solo hay magia si puede compartirse. Si puede vivirse. Olerse. Y la pantalla no huele, no vive, ni siente. Acaso como recuerdo y para ello los grandes coros con sus magníficas grabaciones resisten el asalto durísimo de la crisis. Pero hasta estos coros vistos por el cuadro de cristal tuvieron su público que les alentó, que les motivó y exigió, que les preparó para dar lo mejor. (Léase Vivir sin coro     y Vivir sin coro (2). La soledad del director.    )

La intención es buena. Incluso necesaria. Pero no podemos dar opción a la alternativa de vivir sin coro. Habríamos traicionado al arte, a la cultura, si lo sustituyésemos por un sucedáneo multipresencia.

Prefiero tocar al público aunque solo sea con el hálito de la voz. Saber que son palpables los sonidos que besamos. Que, aunque ausente en apariencia, respeta el silencio como marco imprescindible del arte sonoro.

La empatía, para comunicarse con el corazón. La empatía, para estar dentro. La empatía, para traducir las emociones no puede sino darse con la presencialidad intacta.

No podemos dar opción a la alternativa de vivir sin coro. Habríamos traicionado al arte, a la cultura, si lo sustituyésemos por un sucedáneo multipresencia.

El público es el único ente que da sentido al arte y a la cultura. Pero sin la comunión entre las partes el artista se difumina entre el magma de la indolencia. Sin público presente, acaso perdamos el derecho y nuestra obligación consiguiente sea la calma enfática, más que la sobrexposición mediática.

Quizás nada sea igual. Quizás, ni será.Pero preferiría esperar a que todo pase. Cerrar los ojos y solo abrirlos cuando mi oscuridad se transforme en rostros.

Juan F. Ballesteros
Músico y escritor (afectado)

La música y el capital

La Música es una industria que trafica con sueños cuya mercancía responde a ciertas necesidades sociales y, por supuesto, económicas. En este marco y utilizando sin miedo el verbo traficar que en su primera acepción significa „realizar operaciones comerciales”, sería de necios negar o, aún peor, ocultar la potencia del arte sonoro en el desarrollo económico en las sociedades modernas.

El capitalismo, por su parte y más allá de otras oscuras connotaciones tangenciales, se define como „la acción de mover el capital para generar riqueza dentro de un mercado dado”.

Cualquier músico que con el beneficio de un concierto, venta de disco o formación invierte en, pongamos por caso, comprar accesorios para su instrumento, producir un video promocional o mejorar si sitio web, está realizando una acción capitalista. 

Cualquier estamento (en cualquier sistema socio-político) que con los impuestos facturados revierte el beneficio en, digamos, peatonalizar una calle, mejorar la iluminación de un barrio o contratar a un músico para que haga un concierto, está realizando también una acción capitalista.

Los conceptos de capitalistmo, tráfico comercial o músico han de dejar de tener una resonancia peyorativa si se unen dentro del mismo argumento. El orden imaginado por una parte parte del sector musical (el más desfavorecido, por cierto) desoye la necesidad de generar resortes en el mercado que tengan un devenir socio-económico del cual nos beneficiemos todos.

En momentos de zozobra social como el que estamos viviendo, más que nunca se hace necesaria una reflexión sobre el equilibrio entre salario emocional y salario económico. Los que han criticado toda acción mercantil con la música son los que ahora hacen fila para solicitar ayudas mientras que otros fueron los que agitaron la economía del gremio.

Cotizar al alza un producto musical de calidad (la frase deviene en redundante) no empobrece el espíritu, el objetivo social ni la capacidad de remover las conciencias colectivas en pos de un mundo mejor. Por el contrario, merodear alrededor de la música a la baja con la irresistible fuerza centrífuga que empuja hacia contenidos de baja emoción y calidad, no convierte a nadie en digno defensor de la esencia humana.  

La música no es menos digna por encajar en un mercado, es -por el contrario- el camino más loable para alimentar a la sociedad no solo con riqueza emocional sino para dotarla de contenido económico.

En momentos de zozobra social como el que estamos viviendo, más que nunca se hace necesaria una reflexión sobre el equilibrio entre salario emocional y salario económico.

Se da falsamente por hecho que el músico verdaderamente comprometido ha de loar al dios del altruismo o a las bondades del arte gratis. El músico de éxito (léase, aquel que realiza su actividad profesional sin disculparse por los ingresos que genera) comprende que la verdadera generosidad consiste en propiciar una alta y poderosa emoción, que el verdadero altruismo depende de las implicaciones económicas que devienen de su actividad, que si hay un mercado es que hay posibilidades de crecimiento artístico y económico, que aplaude el éxito de su competencia porque solo así se asegurará que siguiente en triunfar será él y que ese éxito solo puede considerarse como tal si es global.

Los que han criticado toda acción mercantil con la música son los que ahora hacen fila para solicitar ayudas mientras que otros fueron los que agitaron la economía del gremio.

Mover el capital es la verdadera generosidad en tanto que beneficia a la sociedad en su conjunto. Transaccionar con valor escaso roza con el egoísmo con la excusa de oponer el arte con el mercado. El mercado, no obstante, no obliga y cada cual ostenta la capacidad de elegir el uso que del beneficio hace, si lo usa o no en pos de una sociedad mejorada o si , por el contrario, lo dedica a empobrecer su hábitat musical.

La cooperación será la única acción que acaso nos salve en esta terrible crisis si se supera el tabú que para muchos músicos supone hablar de mercado, capital o beneficio. La cooperación y la superación de las supersticiones nos llevará al grado máximo de progreso en el sector musical.

Juan F. Ballesteros
músico y escritor

Vivir sin coro (2). La soledad del director.

Siempre he sostenido que de haber una figura prescindible en un coro esa corresponde al director.

Podemos imaginar un grupo de personas cantando sin el concurso de un líder pero un director sin coro sería cuanto menos cómico.

En otro ámbito de posibilidades, el director ha de asumir que siempre está de paso. Pueden pasar uno, diez, veinte años… pero su puesto pertenecerá siempre a la voluntad del colectivo.

Todo coro tiene el derecho pero también la obligación moral o ética de contar con el mejor director de acuerdo a sus características. Del otro lado, un director ha de saber escuchar a su intuición para reconocer el momento ineludible de que su tiempo ha finalizado al frente de un coro.

Después de dirigir todo tipo de coros desde hace 25 años, he llegado a la conclusión (absolutamente discutible y subjetiva) de que ningún director debiera permanecer más de cuatro años al frente de una institución coral. Es un período más que suficiente para lograr situar a un coro en un estadío superior y lograr que sea artísticamente competente.

El director, no obstante la pragmática anterior, también tiene su corazón y necesita exorcizar su soledad. La soledad del director es necesaria ante la liturgia de un concierto o el responso tras un logro musical.

Decía Victor Hugo que la melancolía es el placer de estar triste y, si bien los directores encontramos cierto solaz en esa dimensión, la situación actual de confinamiento social ha roto toda connotación poética de la soledad.

Nada puede sustituir la presencialidad y sin coro ni posibilidad a corto plazo nos hallamos absolutamente vacíos. ¿De qué manera podemos mantener vivas las expectativas? ¿Qué logros presentes podemos poner en liza para amortiguar semejante golpe emocional? (véase Vivir sin coro)

En primer lugar saberse creadores de nostalgias futuras y en segundo lugar y de un modo más racional fortalecernos mediante el estudio, profundizar en nuestro arte, volver a la esencia de nuestra profesión, reciclarnos y, lo más importante, pensar la música. La oportunidad no puede presentarse mejor, a pesar de todo.

Todo plan B solo sirve para desviarnos del plan A. Por eso, cualquier intento de llevar los ensayos al mundo on line, sin quitar mérito a la buena intención ni virtud al intento, es una desvirtualización de la sensata, introspectiva y serena espera. 

La domesticación ha constituido un avance en la evolución humana. El término se nos presenta bajo una especie de alegoría que poco o nada tiene que ver con su verdadera etimología. Atendiendo a la categoría animalista, nos incluiría como especie animal que somos. Cabría solamente discernir quiénes y por quiénes hemos sido domesticados.

Domesticar significa dominar o confinar (el término, hoy, adquiere nuevos contornos) en casa (domos). Y eso es lo que la tecnología está haciendo con nosotros: aislarnos cada vez más bajo sus elocuentes encantos.

No podemos obviar la realidad de que, quizás, hemos sido ya domesticados.

Ahora nos sentimos huérfanos pero se trata de una extraordinaria oportunidad de replegarnos silenciosamente, pacientemente en nuestra crisálida, esperando la verdadera asunción.

Juan F. Ballesteros
músico y escritor (afectado)

Libros, rosas y un clic.

Durante toda mi vida he cultivado una pasional, descontrolada y casi enfermiza filia hacia los libros.

De niño guardaba mis pocos ahorros, forjados a base d renuncias (cromos, golosinas, máquinas recreativas…) para invertirlos en primeras entregas ya que el precio promocional se ajustaba a mis escasas posibilidades.

Aún dispongo de varias colecciones incompletas que guardo entre mis tesoros literarios por el significado emocional que suponen.

Años más tarde y en plena adolescencia, comenzó mi otra pasión: la música clásica, llegando a adquirir no menos de cincuenta cedés cuyas interpretaciones estaban ajustadas al bajo precio que el centro comercial ofrecía. 

El hecho circunstancial era que no disponía de reproductor para aquellos discos compactos, un problema menor puesto que sólo el tiempo me separaba de su deleite.

Desde entonces, y ya ya con más criterio selectivo, he ido comprando libros y discos huyendo de copias (en papel primero y digitales después) de libros y mucho menos de discos.

Volviendo atrás, celebré cada apertura de una nueva librería, sobre todo si se situaban más cerca permitiéndome así invertir en nuevos títulos al ahorrarme el coste de los traslados en tren. Por mi edad, la compra de libros se reducía a esporádicos fines de semana con lo que las opciones que florecían a pocos kilómetros, a pesar de los largos paseos, convertía mi compulsiva compra en frecuente.

De adulto, viajar por el mundo me permitió adquirir títulos insólitos que aún no habían llegado a las librerías locales. Pronto, corporaciones nacionales e internacionales abrieron paraísos en forma de librerías donde las largas estanterías se me antojaban trocitos del cielo.

Hoy en día, puedo hacer todo esto sin salir de mi casa y bendigo cada avance que suponga un acercamiento de la literatura y de la cultura con un solo clic.

Juan F. Ballesteros
Músico y escritor (afectado)

El iceberg que no vimos

Los que vieron el agujero en el casco del barco callaron y cuando el barco se hundió señalaron al capitán como único responsable.

El mundo de la cultura está muy pro activo ante la dramática, descorazonadora y agorera situación que se nos avecina. Vaya por delante el agradecimiento ante cualquier acción que sitúe a nuestro gremio en el lugar que le corresponde socialmente. No obstante, sostengo que la crítica ha de comenzar siempre por uno mismo, en lo personal y en el colectivo gremial.

El mundo de la cultura, muy especialmente el de la música, se ha apoyado en un estado de crisis continua que, quizá, le ha validado su queja. La crisis, desafortunadamente, es transversal y global pero no especialmente virulenta en el mundo de la cultura.

Teniendo en cuenta el declive económico que arrastramos desde hace ya demasiados años, resulta gratificante comprobar empíricamente la realidad: se han estrenado más películas de producción nacional, se han creado más orquestas y coros, el número de conciertos, festivales de música y danza es creciente, la publicación de libros es mayor y el número de empresas dedicadas a la producción artística crece cada día.

Siendo así, ¿sobre qué realidad elevamos la queja? ¿hemos sido cada uno de los actores culturales diligentes en nuestra actividad profesional? ¿hemos sido jueces imparciales ante el atropello que nuestro propio sector arrastra de forma endogámica? ¿tenemos autoridad moral para culpar solamente a terceros? 

Dicho lo cual, no eximo de responsabilidad a quienes tienen el mandato de gestionar nuestro sector pero de ninguna manera admito que sean los únicos culpables de aquello que sea que no va bien. Y no porque los defienda, quede claramente subrayado, sino porque me parecería siniestramente preocupante que la industria cultural dependiese solamente de ellos.

“La culpa, no está en nuestras estrellas,
sino en nosotros mismos, que consentimos en ser inferiores.”

William Shakespeare

Ejemplos pasados hemos tenido y dudo que sean añorados por el conjunto de los artistas. A las instituciones públicas les exijo únicamente que reviertan los impuestos en propiciar cultura apoyando proyectos pero no la gestión integral de los mismos.

La realidad constatable es la precariedad de una parte del sector que ni siquiera es mayoritaria. Sueldos por debajo del SMI, contrataciones jurídicamente sospechosas, competencia desleal, dumping, … son alguna de las acciones que, si bien las ejerce un sector marginal, sigue teniendo una presencia y una influencia en el orden imaginado de la sociedad.

La situación es muy grave. A todos nos han cancelado conciertos, rodajes, presentaciones de libros, entrevistas, conferencias, exposiciones… muchos no recuperarán su trabajo. Algunos lo venían perdiendo desde hace tiempo. Y todos nos tendremos que reinventar.

Nadie, en el peor de sus presagios, pudo imaginar una situación semejante pero de habernos fortalecido como gremio el impacto habría sido menor.

La reinvención solo será efectiva mediante la cooperación. La que en algunos sectores de la cultura ha sido poco menos que testimonial. Las soluciones no vendrán multiplicando el número de asociaciones de colectivos o sindicatos por géneros estilísticos, sino mediante una empatía, respeto y exigencia hacia nosotros mismos.

La especie humana pudo desarrollarse y evolucionar gracias a la cooperación y no, como estamos empeñándonos en demostrar, mediante la confrontación. Aplíquese a la Cultura.

Juan F. Ballesteros
músico y escritor (afectado)

Vivir sin coro

En estos días de alejamiento social, vivir sin coro se hace difícil. Compartir sonidos puros, encontrar en la afinación empática las vibraciones que agiten el alma, destilar la belleza mediante la inflexión artística de la voz y proponer nuevos retos al pensamiento creativo, se echa demasiado de menos. 

Pocas actividades son tan gratificantes como pertenecer a un coro, un instrumento que si bien no es el que mejor consideración tiene a nivel social -al contrario de lo que ocurre en países culturalmente más avanzados- debido la asociación errónea de ideas, es el que mayores emociones suscita en tanto que son puestas en funcionamiento con el uso exclusivo de la voz.

En el sur de Europa, a pesar del esfuerzo de brillantes excepciones, el mundo coral se resigna a un amateurismo generalizado con resultados limítrofes con la profesionalidad en no pocos casos. No obstante, la consideración social hacia el hecho vocal es todavía pobre.

Estas consideraciones están basadas en una mirada escasa que equipara los datos de la actividad a personas de avanzada edad, activistas religiosos o de índole folklórica. Lejos de corresponderse con la realidad, y aun siendo creciente el número de coros y escuelas corales, todavía nos queda conquistar el ámbito de la educación pública donde, al contrario de lo que ocurren en el norte de Europa, la importancia del coro es marginal. En países de la ribera del Báltico, por ejemplificar, cualquier persona puede leer una partitura como parte fundamental de su educación general, de tal modo puede integrar un coro que aun no teniendo una consideración profesional, su cuenta de resultados musicales podría sonrojar a más de un coro profesionalizado del Mediterráneo.

Formar parte del hecho musical con el único concurso de la voz conlleva un estímulo emocional muy diferente al que se logra con otros orgánicos. La activación de las conexiones neuronales al estimular el sistema límbico donde se halla el hipotálamo provoca que se liberen endorfinas que redundan directamente en el aumento cognitivo. Esta explosión de endorfinas se dispara cuando es provocada por la estimulación mediante la música, muy especialmente el canto. Cuando el estímulo se produce al estar compartiendo el espacio con otros individuos que comparten el canto, se libera en cantidades enormes el neurotransmisor del amor, la oxitocina, que provoca altas cotas de felicidad.

La magia de cantar en un coro se magnifica por el momento sublime de compartir el sonido, de hacerlo uno, de ser en función del entorno en la más maravillosa comunión de las relaciones humanas.  Cantar en un coro formaría parte de las cosas fascinantes que habría que experimentar durante nuestra visita a la la vida.

Cantar no ha sido siempre un hecho consustancialmente humano ni ha pertenecido al hecho de las actividades naturales. Cantar, al contrario de lo que ocurre con el habla, es un desafío a la naturaleza. Desde el punto de vista evolutivo, nuestro sistema fonador no ha sido diseñado para cantar. Solo una necesidad superior de belleza nos ha facultado para ello independiente de la biología. La fragilidad de la voz hablada y sus patologías es buena prueba de ello. Sin embargo, la palabra meditada que trasciende a la fisiología convirtiéndose en voz cantada puede sobrevivir paralelamente a una voz hablada dañada. Una voz artística formada puede coexistir con una voz hablada afónica. 

Cuando el Homo Sapiens aparece en el planeta hace unos 70.000 años formado estructuras pseudo sociales más o menos complejas, no había ninguna necesidad ni aspiración de contemplar el mundo de un modo trascendente. La evolución de nuestra especie ha obrado de acuerdo a la necesidad de alimentarse, trasladarse, sobrevivir y perpetuarse.

Cantar es el mayor acto de subversión del ser humano, una auténtica emancipación de nuestra naturaleza física, una extraordinaria revolución antropológica.

No es descabellado pensar en el Homo Sapiens en su hábitat social, en su sofisticada tribu de hace unos 10.000 años antes de la era común, cuando su imaginación comienza a manifestar la necesidad de plasmar su mundo en los primeros conatos del arte más allá de su actividad agrícola, recolectora o cinegética, adentrándose en el mundo etéreo de la belleza cuando alrededor de una hoguera entonó un canto que sumió al planeta en el más absoluto, reverencial y emotivo silencio.

Salir de este silencio ancestral heredado que hemos cultivado sin quererlo durante el confinamiento será un desafío, un simbólico renacer para desacostumbrar al oído, para ser capaces de volver a la escucha activa. Volver a dar una oportunidad a la música cantada de medrar hacia los objetivos sociales que como comunidad todavía no habíamos logrado.

Juan F. Ballesteros
músico y escritor

Globalización y Cultura

En la filosofía y en la vida nada hay más sospechoso que la evidencia. Nuestro pensamiento está construido sobre los cimientos de la lógica greco-latina, cuna de nuestra evolución conceptual y, por tanto, cognitiva. El marco de percepciones al que podemos aspirar – al contrario de lo que ocurre en corrientes de pensamiento más antiguas y lejanas- se basa en la constatación (evidencia del pasado) y no en la intuición (evidencia del devenir).

A pesar, o gracias, a esta dicotomía y sobre todo bajo la concepción de tomar partido por una de ellas, entendemos que la primera alude al ciudadano pensante occidental, tendente a buscar verdad en lo que se repite y lo que entendemos que, en base a la lógica de la historia, se repetirá, sin que por ello se ceda a la especulación conceptual al margen del rigor empírico. Leer la Historia es entender los acontecimientos sin obviar su capacidad de reproducirse. 

Desde el punto de vista del positivismo, solo lo acontecido -en tanto que constatado- tiene sustancia de hecho, de verdad, de evidencia. El paradigma del pensamiento oriental, sin embargo, otorga a la evidencia del devenir el mismo rango de valor a través de la intuición basada en la lectura vectorial de la Historia bajo el manto de la transformación o de su proceso.

Esta visión del mundo del pensamiento define los acontecimientos como hechos mutables que contienen en cada instante su auge y su decadencia en procesos de transformaciones serenas, en contraposición con el pensamiento occidental moderno que solo atiende al instante retroactivo. Dicho de otro modo, lo que para nuestra cultura de pensamiento solo está frío antes de transitar hacia un estado de calor, para la configuración de la mente oriental aquello que en su auge se considera frío ya contiene su declive en su transformación silenciosa que, a su vez, alberga un nuevo auge y, por tanto, su nuevo declive. Por lo tanto, nada es eterno excepto el cambio, nada existe en el presente sin la presencia de su contrario.

El mundo de la arte y muy especialmente de la música, aun conectando con las emociones superiores sigue con un paradigma basado en la linealidad de la historia sin caer en la cuenta de lo que puede leerse como entropía, como un marco anárquico de posibilidades donde la opción que emerge no se ajuste necesariamente tanto a la razón como a la intuición. Esta polaridad es necesaria como preámbulo inefable de construcción del diálogo. Sin posiciones enfrentadas un diálogo verdaderamente profundo y eficaz no será posible. Dia (distancia), logo (consciencia humana).

La globalización, entendida como la adquisición formal de todas las posibilidades pone, sin embargo, límites a ciertos sueños y rompe toda esperanza de sorprendernos. Hemos conocido, por tanto, los confines del Ser racional. Como se ha dicho, el auge contiene el declive y este de nuevo el auge en un proceso sin fin. Simbólica o metafísicamente, el Ser consciente ha de (re) nacer (auge) al morir el Ser racional (declive).

¿Y cuál será el lenguaje entre la nueva dicotomía del ser en esta transformación silenciosa que se produce en el devenir y a espaldas de nuestra acción racional? Sin atisbo de duda, el Arte, la Cultura.

El Ser consciente será un Ser Cultural que tendrán un papel fundamental en la transformación y proceso social que se está produciendo en el mundo. Como es sabido (aunque no siempre aprehendido) nada es en sí mismo sin el pensamiento, sin el proceso ligado irremediablemente a la transformación sostenida por la cultura.

Cabe en este punto analizar con pensamiento amplio la acción del arte y de la cultura en las grandes revoluciones y no, como el pensamiento racional nos dicta, como consecuencia. Sin deslegitimizar los movimiento sociales o políticos ¿se habría dado en tiempo y forma la revolución económica e intelectual a finales del siglo XVIII sin la acción de Beethoven, Goya o Goethe? En todo caso, el esfuerzo de validar esta formulación no será mayor que su contraria.

Un gran proceso histórico cultivó una transformación silenciosa que albergó en su cumbre la simiente de la decadencia. Esta alternancia entre auge y declive no es más que una ilusión creada en nuestra mente occidental incapaz de definir más allá del instante. El pensamiento oriental, por contra, nos permite observar la transición como fluido histórico en continuo proceso, de modo que nada es como nuestros sentidos imperfectos nos prescriben, sino que se es de un modo y de su contrario tal y como la física cuántica puede constatar o, al menos, formular.

El mundo del arte, se dice, está en constante crisis. De ser así, solo nos restaría acontecer a un advenimiento de prosperidad ya que la decadencia fermenta el auge. Pero quizás ese advenimiento ya ha llegado en forma de desafío o, acaso, como una oportunidad recurrente de redención para la Humanidad conteniendo en sí misma las soluciones.

El arte construye cada tramo de la historia humana y hoy nos encontramos frente al advenimiento de un nuevo paradigma vital donde para aquellos que hagan la lectura adecuada se les ofrece un camino fértil para seguir fraguando el lenguaje global de la cultura que nos lleve a una nueva era, a un estadío superior de la civilización.

Juan F. Ballesteros
músico y escritor

Los músicos de verdad no tienen balcón

Antes del presente cualquier músico en período de estudio -esto es, cada día- lidiaba con los horarios óptimos que las ordenanzas municipales dictaban en cada caso en relación con el uso de los instrumentos musicales para la convivencia vecinal. 

No pocas veces, y a pesar de cumplir a rajatabla los tiempos de estudio legislados, tuve que escuchar golpes en la pared medianera que me separaba de algún vecino cuando no, directamente en la puerta o con amenazantes palabras en el intimidante y reducido espacio del ascensor. Las menos, con aviso a la policía que tras comprobar que el horario estipulado se cumplía me invitaban educadamente a dejar el estudio para otro momento más propicio.  

Pareciera que una sonata de Beethoven molestase mucho más que la oferta televisiva a todo volumen del vecino del 5º o de la más que acalorada discusión pseudo delictiva de la pareja del 3º, puesto que no tenían ninguna repercusión en forma de queja.

Estudiar música ha sido una actividad con una alta dosis de clandestinidad. 

Ahora, en este presente falaz, cuanto más estrépito arroje un balcón mayor posibilidad de coronar como héroe a sus moradores. En nombre de la solidaridad que nunca antes se tuvo hacia nuestro sector de servicios (porque esenciales lo han sido siempre), hordas de advenedizos artistas han optado por invadir la paz auditiva mostrando un escaso talento y nulo sentido del decoro aprovechando la penosa coyuntura que estamos viviendo.

El balcón de la plaza proviene de la plaza pública de las redes sociales donde la autopromoción ha alcanzado cotas extraordinariamente preocupantes. Asistimos a verbenas improvisadas, solistas que han encontrado un resquicio entre toda la vorágine para mostrar su pasión que, aunque loable, es disparatada.

Mientras, miles de músicos profesionales se han quedado sin trabajo y es más que probable que muchos de ellos no lo recuperen jamás, porque aun siendo la cultura motor económico, ahora no somos esenciales o hemos sido sustituidos por “nuevos talentos” situados en infinidad de mini escenarios colgantes en otras tantas fachadas de nuestras ciudades.

Ahora más que nunca el ocio y el entretenimiento, que precisa ser compartido, ha sustituido a la cultura que precisa, por contra, entornos de intimidad.

En aras de una solidaridad fingida el ego emerge triunfante.

Yo, me quedo en casa…y en silencio.

Juan F. Ballesteros
músico y escritor

Los músicos y las crisis

La premisa de quererse a uno mismo para poder amar plenamente a los demás -como han manifestado no pocas tradiciones y corrientes de pensamiento a lo largo de la historia desde el cristianismo hasta filosofías del desconcierto en pleno siglo XXI- ha declinado con el importante concurso en nuestros días de las redes enfático-sociales hacia un afectado narcisismo. Esta celebración del ego descontrolada nos devuelve una imagen que como sociedad nos deja en clara evidencia.

Los músicos, como parte integrante y activamente cooperante con la sociedad a la que pertenecemos, no estamos exentos del ocaso de la dignidad que supone aferrarse a una supuesta e ineludible proactividad a la propia loa.

El confinamiento al que estamos sometidos no deja de ser una invitación a la creatividad, dado que nuestro andamiaje sobre el que se ha sustentado nuestra actividad profesional se ha derrumbado. Más allá de la sana, solitaria y velada reflexión a la que la vida nos impele, nuestra inercia vital es la de hacer música y, lo que es más importante, compartirla. Sin embargo, algunos músicos que nunca antes habían creado nada interesante han caído en el vórtice de alumbramiento del narcisismo que no lleva más allá de una corriente cerrada en sí misma.

Durante mucho tiempo se ha trabajado en la línea de dignificar nuestro trabajo como músicos, ya sea desde el ámbito de la interpretación como en el de la docencia ofreciendo lo mejor de nosotros mismos, con una visualización de los contenidos de alto impacto y no a través de mediocres grabaciones caseras. 

No han sido pocos los que han solicitado su cota de éxito mediante la difusión audiovisual en las redes de conatos de conciertos sin rigor, actuaciones improvisadas, incluso -en, afortunadamente, residuales pero execrables casos- previo pago. Las excepciones, tan honrosas como escasas, las han llevado a cabo plataformas profesionales que han ofrecido contenidos de alto valor musical y de producción.

De otro lado, la queja sobre las actuaciones que todo hemos perdido y perderemos en los próximos meses, aunque digna, se ha proclamado desde la atalaya de la sinrazón. Durante décadas, el sector musical se ha sostenido sobre la negligencia, la pleitesía y -sobre todo- sobre el silencio. Se piden responsabilidades ante una situación absolutamente sobrevenida, imprevista y a fecha de hoy incontrolable, cuando el sector musical ha callado durante demasiado tiempo los desmanes de la industria musical, que no en pocos casos ha estado encabezada por otros músicos.

La maquinaria que engrana la industria de la música funciona de una manera sencilla: un músico propone y un programador dispone (a menos que los músicos tomen conciencia de ser sus propios programadores tomando partido en la susodicha industria). Los entresijos tangenciales o limítrofes entran en la esfera del realismo mágico cuyas variantes exceden a las hipótesis más inimaginables. Este modelo tradicional de transacción, sin ser ideal, supone un filtro mínimo de calidad, esto es, no todo es contratable, no todo vale, más allá del mejor o peor acierto del programador de turno. Sin caer en la ingenuidad, el modelo con todas sus grietas, se sostiene mediante la acción continuada del público que elige (paga) por un espectáculo frente a otro.

Ahora, para no perder parte del pastel (¿qué pastel?) llenamos las redes sociales con actuaciones desde casa, con escaso valor artístico y solo para seguir alimentando un ego que, hasta ahora, no nos había llevado a ninguna parte. Conciertos sin el componente esencial: público que ha elegido estar presente y por parte de quienes nunca antes habían creado nada interesante.

Tenemos una oportunidad única para redimir nuestros errores pasados, para erigir un monumento al silencio, a la reflexión pausada sobre lo que somos como músicos, para reinventarnos como artistas y como colectivo. Cuando todo pase, la cultura será esencial, por tanto, nuestra imagen ahora es prioritaria.

Juan F. Ballesteros
músico y escritor

Silencio

La música es nuestra vida. No solamente porque a los músicos nos proporciona un salario económico, sino -sobre todo- porque lo hace también en forma de salario emocional.

Para cualquier ser humano la música tiene un componente sensitivo que va más allá de lo puramente epidérmico, banal o coyuntural. Nuestra vida está rodeada de sonidos con los que de una forma u otra nos sentimos reconfortados y, porqué no decirlo, recompensados.

La música nos abastece como ningún otro arte de elementos emocionales y también puramente intelectuales, acaso los dos polos sobre los que nuestra psique se sostiene.

Si a la vida ha de atribuírsele un sentido, quizás -y reconozco mi parcialidad- este es el de ser conscientes de la crucial importancia de la música.

Los músicos debiéramos sentirnos en gracia por el privilegio de convivir con el arte sonoro, sentir su impulso motor en nuestros sueños, compartir las pasiones con nuestro público pero también vivir el sonido desde la más prístina intimidad.

Hay momentos en los que la música nos propone un campo de infinitas posibilidades para combatir la soledad, la zozobra emocional, pero también para erigir un monumento a la gratitud ante la dicha sublime de la vida.

Ahora, en estos momentos de gran dificultad, de vértigo sociológico, de horizontes inciertos, la música tiene ese balsámico poder de ponernos enfrente un espejo donde contemplar nuestra posición en un universo con nuevos paradigmas.

Más que nunca la solidaridad debe hacerse sólida a través del compromiso social y de esta extraña y ajena convivencia a distancia. Pero también es momento de introspección, de reflexión, de capacitar a nuestros sentidos del hálito de la lentitud, tan poco transitado a causa de una vida que no tiene tiempo de comprender y, por tanto, disfrutar del paisaje.

Quizás también es momento de repensar si los medios que hemos creado para compartir la vida son suficientes y hasta qué punto podemos echar de menos el contacto humano físico.

Aún así, estos medios sociales nos permiten seguir conectados de una manera importante con el mundo y a través de ellos muchos músicos siguen su actividad mostrando, ofreciendo o vendiendo su producto musical para aliviar el confinamiento.

¿Es el momento de vendernos como músicos? ¿sería mejor aliviar el paisaje mediático dejando que cada cual consuma música en su intimidad? ¿acaso los músicos no deberíamos loar el sonido del silencio y permitir la reflexión serena? ¿nos estará pidiendo la vida parar un momento?¿en qué punto reside nuestra esencialidad?

Hemos estado defendiendo demasiadas veces la suprema delicia de los conciertos en directo, del ambiente y alma que suscitan las vibraciones presenciales de un concierto en vivo para mostrarnos ahora en pírricos videos caseros sólo para mantener un cota de presencialidad. Quizás tengamos una oportunidad de defender nuestra profesionalidad de una manera absolutamente radical.

No, ahora no somos esenciales. Ahora la música ha de reducirse a la intimidad.

El mundo ya no es ni será igual. Entonces, cuando volvamos a emerger será cuando la música será más esencial que nunca. Mientras tanto, la música del silencio es una emocionante opción.

Juan F. Ballesteros
músico y escritor