Antes de comer nos reuníamos en el bar. Digo en “el” bar porque no había otro en el pueblo. Mientras las madres preparaban la comida los padres se reunían en la barra; era, decían ellos, para que cocinaran sin perturbación. Nosotros, sin argumento alguno, acudíamos al bar a ver qué nos caía.
Allí, con el bañador como única prenda por nuestra parte y con la camisa abierta hasta el ombligo por la de nuestros machos progenitores, nos atiborrábamos de cacahuetes rebozados en salitre que chupábamos con fruición antes de abrirlos sin que nuestros padres nos advirtiesen del riesgo de la ingesta abusiva de sal. Luego, le dábamos un tragazo a la Fanta de naranja provocándonos un chisporroteo ocular igual que la de los adultos, cuyos ojos vidriosos daban buena cuenta de las incontables rondas de cebada fermentada. Acto seguido, rematábamos la faena con un eructo a pleno pulmón. Los padres, alborozados, dejaban escapar el suyo constatando que el paso por la ciudad no había sido óbice para con sus posibilidades de refinamiento.
Recuerdo las botellas cilíndricas de aquellas Fantas, con aros en relieve alrededor de la base que, sin duda, han quedado en la memoria táctil de mi infancia. Los padres, ajenos a cualquiera de nuestras acciones y libres de responsabilidad efectiva, no dudaban en enviarnos a casa al más mínimo alboroto con la excusa de ver cómo iba el cocido que, indefectiblemente, comíamos casi a diario aunque estuviésemos en agosto puesto que la comida con cuchara era sagrada en aquellos tiempos. Mientras, en la barra del bar, las conversaciones correspondían al devenir cotidiano. Allí, lejos del mar y de las fábricas, nada importaba si sucedía más allá del río. la televisión del local jamás se encendía a pesar de que habían instalado un nuevo repetidor que permitía ver un único canal. Presidía, eso sí, el mejor rincón del establecimiento para justificar el soporte esquinero tapizado con mantelería fina.
Nadie hablaba de futbol ni de política y se despachaban a gusto compitiendo por demostrar quién había prosperado más en la urbe. Después de comer todos dormían. Mis abuelos dejaban caer la cabeza antes siquiera de abandonar la mesa. Mi madre agotada de las tareas domésticas y mi padre para recuperar el justo balance de cebada en sangre, ocupaban la cama. Las siestas se nos antojaban eternas, pero no había opción: la solana manchega era implacable y ningún bicho viviente osaba asomar la cabeza fuera del cobijo de una casa. Así que, descartada la tele para no despertar a mis abuelos que seguían con la mandíbula suelta haciendo meditación de sobremesa y la radio que no repetía señal alguna, solo nos quedaba leer en el más absoluto de los silencios.
Fue, quizás, entonces donde desarrollé el hábito pausado de la lectura. Libros como Los Cinco en el Cerro del Contrabandista o La isla del tesoro o alguno que no entendía en absoluto pero me empecinaba en leer como La Regenta me acompañaron en mi desvelo vespertino . El silencio tan solo se truncaba por el penetrante sonido de las valientes chicharras y algún crujido de las viejas vigas de madera. Este marco sonoro dejó una huella indeleble en mi devenir como músico, en tanto que el silencio se erige par mí como marco referencial y preciso de cualquier posibilidad de belleza sonora.
A la hora no pactada pero telepáticamente estimada como óptima, nos encontrábamos todos los niños en mitad de la plaza toda vez que el sol, eclipsado por la montaña que abrazaba el pueblo, tan solo bañaba el campanario de la iglesia. Bocadillo en mano, y a voz en grito nos reuníamos para no volver a ver a nuestros padres hasta bien entrada la noche sin que la ausencia de artilugios con los que comunicarnos a distancia fuese un pretexto para el desasosiego propio del desapego. No precisábamos, huelga decir, más que alguna bicicleta y balón usados de verano en verano y sin puesta a punto en cada uso para vivir con la libertad y la ilusión que nunca más hemos tenido, permitiendo tan solo que la vida suceda, exprimiéndola a cada segundo como si fuese el último.
Aunque el pueblo era muy pequeño y prácticamente deshabitado durante el invierno, albergaba cada verano a un buen centenar de niños y adolescentes llegados desde las grandes ciudades adonde sus progenitores habían emigrado buscando (y no siempre hallado) una vida mejor. Las diferencias de edad y de planteamiento vital entre nosotros se dirimían con sendos partidos de futbol (utilizo este término como el más cercano a lo que allí se celebraba) en una era llena de cardos y espinos y con un desnivel lateral de no menos del 7%. Acudíamos al encuentro en manada y cantando amistosamente alguna canción de moda. Pero una vez comenzado la contienda apostábamos la vida. Los equipos estaban formados por tantos jugadores como cupiesen en su parte del campo. Aquel que fuese capaz de acabar el partido sin llorar podía declararse vencedor pero el verdadero héroe era el que lo conseguía, adicionalmente, sin sangrar.
La oscuridad era nuestra coartada al llegar a casa, siempre celebrando nuestra llegada con gran estruendo y algarabía. La suciedad se confundía con la sangre seca, cuando no la situación se tornaba más grotesca si además acudíamos con ropa ajena fruto de la confusión del evento deportivo. “Intercambio de camisetas”, asegurábamos. La reparadora ducha transcurría con los improperios en registro muy agudo de nuestra madre sazonado con el apacible y evocador “déjalos…” que nuestro padre ofrecía desde el sofá como contribución exquisita a su labor educativa. La cena (siempre to take away) consistía en un variado y consistente menú a base de derivados del cerdo que nos aportaba energía para lanzarnos de nuevo a las calles donde compartir lo que quedaba del día con los que otrora eran los enemigos en la contienda pseudo-futbolística: lo que pasaba en el campo se quedaba en el campo.
Tras las protestas de mis abuelos preguntándose como cada noche “pero ¿adónde vas a estas horas?…”, el ceño fruncido de mi madre y la aportación pedagogía de mi padre a la voz de “déjalos…” salíamos raudos por la puerta para no volver hasta que las calles quedasen desiertas. Por la mañana, recuperados y tras vaciar nuestros respectivos orinales, desayunábamos (no siempre en este orden) cada uno a su hora. Si era domingo acudíamos a misa con cinco pesetas para el cepillo, la economía familiar así lo aconsejaba.
La casa quedaba junto a la iglesia por lo que el cura párroco aparcaba su coche en nuestra puerta. Desde dentro se escuchaban los cantos de la misa, lo que permitía a mi abuela estar atenta a la bendición final. En ese momento, encendía la tele donde en el único canal disponible estaba programada la misa con un delay de media ahora con respecto a la misa en directo del pueblo, lo que le permitía urdir un plan: cuando el cura párroco se disponía a abrir su coche, mi abuela subía el volumen del receptor para sentirse en paz con el él y con dios.
El resto de la mañana era un largo y sereno paseo hasta el bar donde los cacahuetes salados, la Fanta de naranja y todos los sonidos adyacentes pusieron sabor, tacto y banda sonora a mi verano del 82.
Juan F. Ballesteros
músico y escritor