La cualidad más difícil de conseguir que las personas tenemos es la auto definición. Qué y quiénes somos desde el profundo laberinto de nuestra propia mirada sin el filtro ora amable ora falaz de la opinión ajena. La marca personal, de alguna manera, no deja de ser aquello que de nosotros se dice cuando no estamos presentes. Por lo tanto, la responsabilidad de nuestra reputación es directamente proporcional a nuestras acciones sinceras.
Como músicos, dicha cualidad ha ido perdiendo fuelle en beneficio del apremiante impulso de mostrarnos para que los demás nos puntúen, como si de ello dependiera nuestra verdadera posición dentro del ya de por sí complejo ecosistema musical.
El mundo ha cambiado y la música de evolución clásica sigue ajena al cambio de paradigma que estamos viviendo quedando obsoletas las acciones de empoderamiento que otrora sirvieron. Los conservatorios han dejado de ser útiles tal y como los teníamos conceptuados y los que lo son ya no utilizan el término conservatorio en su definición. Los que opositan no siempre son los mejores y los mejores no siempre ocupan los mejores puestos.
La marca personal no deja de ser aquello que de nosotros se dice cuando no estamos presentes.
En el mundo anglosajón, el músico que tiene una carrera artística es reclamado para ostentar cátedras y claustros de profesores en los mejores centros de formación musical y en las universidades. En nuestro país, muy lamentablemente, podemos encontrar catedráticos que no ejercen praxis musical alguna y que no ha tenido la exigencia de demostrarla para acceder.
Aun con las posibilidades y facilidades que nos da el mundo globalizado para poder trabajar en diferentes lugares, no parece que se valore demasiado la posibilidad de medrar en un mercado musical más competitivo en términos de calidad. En cambio, el músico con posibilidades opta (o se conforma) con la maravillosa meteorología y gastronomía de nuestro país en lugar de habitar espacios musicales más reflexivos que alcancen mejores cotas en las capas del pensamiento artístico.
Los conservatorios han dejado de ser útiles tal y como los teníamos conceptuados y los que lo son ya no utilizan el término conservatorio en su definición.
Músicos como Daniel Barenboim, Yo-Yo Ma, Albrecht Mayer o Mitsuko Uchida, por citar solo unos pocos de los grandes, no podrían trabajar en nuestro país al no estar capacitados (qué contradicción) en los idiomas co-oficiales, en el master del profesorado o, simplemente, por que sus títulos (si es que los tienen) no tendrían validez aquí. Asistimos, en consecuencia, a loa del titulado sin nada que ofrecer. A la celebración de la nada.
Este atentado a la razón más elemental y latrocinio intelectual es el que, seguramente sin quererlo, se ha fomentado desde la enseñanza oficial y pública en el sur de Europa, muy especialmente en España. La gestión musical que se lleva a cabo en este sentido solo denota una pereza intelectual acomodada en la yerma rutina de quienes la ostentan.
Las reglas del juego en el terreno artístico (siempre ajeno al formativo) han cambiado, cogiendo a contrapié a los músicos que quieren medrar hacia un futuro más alineado con los valores profundos del arte sonoro y sus concomitancias profesionales. Algunos centros (ninguno público) así lo ha entendido y por eso su oferta académica está ajustada a los nuevos retos que la música precisa para una conquista prometedora del futuro.
El nuevo marco muestra una vía de desarrollo sostenible, perdurable y -lo más importante- honesto, conectado con el verdadero espíritu del arte y de la música. No sería justa una exposición que eludiera a quienes ya han emprendido ese camino alternativo, verdadero y evolutivo de la profesión de músico. No obstante, en mi trabajo de asesoramiento y mentoría con músicos, en paralelo a mi actividad artística, me encuentro a infinidad de colegas brillantes, con buenas ideas pero sin las destrezas para materializarlas.
Históricamente, la consecución de logros se ha basado en tres grandes ítems, a saber 1) los que llegan primero 2) los mejores y 3) los que logran con engaños.
Descartando, obviamente la tercera vía, las dos primeras han desplazadas por una nueva: los que entienden que vendemos un producto. Esta afirmación chirría a o pocos músicos que creen que la música no es un producto de mercado. Curiosamente, los mismo que aceptan trabajos alimenticios por debajo de cualquier limite económico ético.
No sería justa una exposición que eludiera a quienes ya han emprendido ese camino alternativo, verdadero y evolutivo de la profesión de músico.
Cuando hablamos de vender hablamos de ofrecer, de dar valor, de garantizar una experiencia artística y estética de orden superior, de -si se me permite ser un poco naïf- de hacer feliz a quien nos escucha. Pero eso tiene un valor traducible en transacción económica. En este sentido, la regla de oro debiera ser que no se debe vender nada a nadie si no estamos seguros que la venta propiciará que la misma persona nos vuelva a comprar. Dicho de un modo más poético, solo debemos ofrecer lo mejor que como músicos somos.
Los músicos que triunfan (entendiendo el triunfo como consciencia y orden de un plan vital determinado y libremente elegido, ajustado a los deseos y absolutamente independiente del reconocimiento social o económico) son aquellos que han comprendido que somos mejores cuanto más ofrecemos no cuanto más esperamos que nos den. Tanto es así, que perdemos grandes oportunidades, energía, tiempo y logros cuando instalados en la eterna queja no la nutrimos de soluciones que solo cada uno de nosotros, como músicos, somos capaces de proporcionar ofreciendo, reitero, el mejor producto, la mejor opción musical de la que somos capaces.
Por todo ello, y modo de conclusión, la formación integral, transversal y adaptada a los nuevos tiempos es la que nos llevará de las aguas revueltas del arroyo de la insatisfacción al gran mar abierto, calmo, infinito y libre.
Juan F. Ballesteros
Músico y escritor