Dirección de banda. El legado.



El ser humano quiere dejar huella. En nuestro paso efímero por la vida nos hemos empeñado en dejar una presencia indeleble. Hay quien deja un legado en forma de obra artística, ya sea un libro, una escultura, una pintura, un poema o una partitura. Hay quien un legado en forma de adquisición inmobiliaria, de saldo bancario… Hay quien, incluso, aspira a que su escasa interacción en el mundo pueda medirse en términos de recuerdo significativo ya sea para sus hijos, allegados o, simplemente, aquellas personas a las que trató de mejorar sus vidas.

En cualquier caso, nuestra programación neuronal está basada en la trascendencia y, en el mundo que apenas comenzamos a habitar, en la presencia continua, cualesquiera que sea el contenido de nuestra aportación al mundo. ¿Podremos seguir viviendo sin pasar desapercibidos? Los nuevos métodos de intercomunicación entre las personas permiten dar una respuesta inequívocamente negativa a la cuestión.

El anonimato es un estado de gracia basado en la libertad de acción sin el escrutinio interesado del que solo habita la opinión sin criterio alguno. Podría verse en este tiempo como la emancipación de un perfil bajo como si tal cosa fuese per se negativa.

La sobreexposición permite dudar sobre la libertad de las personas y, sobre todo, del interés que estas realmente suscitan.

El anonimato es un estado de gracia basado en la libertad de acción sin el escrutinio interesado del que solo habita la opinión sin criterio alguno.

El legado, es el último reducto de nuestra presencia en el mundo y por ello me pregunto, ¿qué vamos a dejar como músicos que, efectivamente, suponga un aporte, un recuerdo significativo, una útil contribución?

 Los directores de orquesta (por extensión, coro y banda) nos empeñamos en creer que nuestra aportación será crucial en el devenir de la historia de la música y son y serán (seremos) muy pocos los que de alguna manera vamos a contribuir a dejar una huella absolutamente diferencial.

¿Por qué dirigimos entonces? ¿Será que nuestro ego nos domina? ¿Nuestra necesidad de mostrarnos nos precede? ¿Dónde queda el acto generoso de ofrecer?

 En el mundo de la orquesta el legado dejado por las verdaderas escuelas de dirección como la del maestro Hans Swarowsky, a la sazón única escuela que como tal puede identificarse a tenor de los numerosos maestros resultantes, o – quizás- aunque de una manera más tangencial la del célebre Igor Markévich, no solo ha marcado el presente sino que perdurará, aunque solo sea en nuestra memoria, como verdadero. Maestros como Abbado, Lopez-Cobos, García Navarro, Barenboim, Kleiber, Chailly o Muti (sé que me dejo alguno, pero no tantos), han dejado un legado difícilmente superable si hablamos de lo importante: el sonido y su belleza concomitante, la emoción y sus contornos de verdad más allá de la plasticidad del momento.

Como he explicado en numerosas ocasiones, no contemplo la de Celibidache como escuela, a menos que consdieremos como tal la mera imitación del Maestro, atendiendo que él mismo manifestó no tener discípulos.

Los directores de orquesta (por extensión, coro y banda) nos empeñamos en creer que nuestra aportación será crucial en el devenir de la historia de la música y son y serán (seremos) muy pocos los que de alguna manera vamos a contribuir a dejar una huella absolutamente diferencial.

¿Podemos -acaso- afirmar que está garantizado el futuro en los mismos términos de excelencia intelectual y espiritual del arte sonoro?

En el mundo del coro, ese maravilloso y tan desconocido instrumento -incluso por parte de no pocos músicos- dejó su impronta a través del legado del sueco Eric Ericsson que sentó las bases de lo que el sonido representa en su contexto armónico, llevando la afinación a otro nivel. Además de Gary Graden, su discípulo, de Tõnu Kaljuste o Grete Pedersen (sigo sin dejarme demasiados en el tintero), ¿qué otros directores de coro están dejando el listón en la gran altura de la exigencia? Dirán que me dejo nombres, pero yo solo quería hablar de excelencia.

Pero cuando hablamos de la banda, un instrumento considerado de segunda respecto a la orquesta, encontramos que su máximo problema reside en la escasa preparación de sus directores, no tanto en cuanto a la mecánica de la dirección que suele antojarse más intuitiva que útil, sino también en la gestión emocional de los grupos amateur.

No contemplo la de Celibidache como escuela, a menos que consdieremos como tal la mera imitación del Maestro.

Quizás el problema resida, precisamente, en una falta de escuela de dirección inequívoca. Al no existir la disciplina específica de dirección de banda en los conservatorios y, aunque la técnica de dirigir no es diferente entre los diferentes orgánicos más allá del conocimiento lógico y específico de los instrumentos, se ha creado un vacío en la aproximación al aprendizaje sobre la práctica real. Los cursos de verano, de fin de semana, seminarios y encuentros de directores no han sido suficiente caldo de cultivo para una celebración de la calidad.

En definitiva no hay una verdadera escuela de dirección de banda a pesar de ser la formación más frecuente y socialmente arraigada en nuestra tradición cultural y musical. ¿A qué ha podido ser debido que los totems del mundo bandístico no hayan articulado tal posibilidad? A excepción de la más que valiente y loable opción del Conservatorio Superior de Castilla-La Mancha (en su dede de Albacete) que ha incluido la dirección de banda en su currículo no existe otra formación seria dado que una formación on line como la que ofrecen cada vez más entidades, es lo más parecido a jugar a futbol sin balón o -peor- hacer surf sin olas.

Los cursos de verano, de fin de semana, seminarios y encuentros de directores no han sido suficiente caldo de cultivo para una celebración de la calidad.

Existe también la primera formación universitaria en dirección de banda creada por Edukamus (gestión educativa en música y danza) donde se articula un programa de posgrado en diferentes sedes (Valencia, Mallorca, Asturias y Canarias). El alumnado puede trabajar en profundidad con focos sonoros reales (piano, banda didáctica, banda sinfónica y orquesta de cámara) además de profundizar en aspectos tan esenciales en el mundo que habitamos como psicología de la dirección, gestión de grupos, creación de marca personal y marketing aplicado. Una formación holística y con un profesorado experimentado tanto en el aula como en el escenario, gran parte del mismo con proyección y formación internacional.

El tiempo dirá si somos capaces de construir una verdadera, inefable y ejemplar Escuela de Dirección de Banda. Pero de lo que no cabe duda es que el legado que dejemos como actores de este gremio solo puede aspirar a la excelencia.

Juan F. Ballesteros
músico y escritor