¿Cómo se elige un director?

El título es inexacto. Responde a una tradición lamentablemente no superada. Enuncio así con toda la intención para poder matizar su inexactitud. Faltaría añadir “o directora”, ya que su acceso a la élite de la dirección es todavía demasiado tangencial.

Desde que Karajan acudiese a los ensayos la Berliner Philharmoniker con tejanos, camisa sin corbata, jersey de cachemir enrollado al cuello y melena libre de químicos allá en la no tan lejana mitad del siglo XX, pareciera que hemos avanzado en normalidad (prefiero este término, más proactivo al de igualdad que, aún coyunturalmente necesario, apela al equilibrio de lo no logrado). Karajan, tan moderno, fue reacio a permitir la entrada de mujeres en la orquesta.  No fue hasta los primeros años ochenta cuando ingresó la primera mujer en su plantilla y no ha sido hasta ¡el año pasado! cuando ha tenido la primera concertino. Por todo ello, los gestos son todavía necesarios más allá de las falsas apariencias en el mundo de la dirección.

La elección de un director o directora sienta sus bases en la decisión de sus miembros. Así, al menos, es como funciona en la mayor parte de las orquestas del mundo, no tanto en nuestro país, siempre tan different. La lógica (acaso, una lógica) dicta que el criterio descansa en la percepción, conocimiento y visión de los músicos y que la subjetiva opinión es, por otra parte, patrimonio de los gestores. Sin embargo, los músicos han de aceptar sin ambages la decisión que desde los despachos se toma donde, es justo decirlo, a veces aciertan. Solo a veces.

España es un país con una muy loable tradición musical. Un poco dispersa dado que, a pesar de los avances de las últimas dos décadas, todavía tenemos un sinfonismo que mira desde abajo a Europa y Estados Unidos e, incluso, al lejano oriente. Por otro lado, está el tupido tejido de bandas municipales, esto es, las formadas por músicos profesionales, y un nada despreciable mundo bandístico amateur localizado históricamente en el ya no tan hegemónico levante. Cada vez hay más y mejores bandas repartidas por todo territorio. El mundo coral sigue a la zaga y con pocas opciones de prosperar. La orquesta es, por costumbre, la referencia de la excelencia musical cuando la banda juega el mismo papel vertebrador, no solo el espacio musical sino, además, en el social. En este sentido, cabría permitirse mirar con otros ojos a las bandas municipales en tanto que estas hagan un esfuerzo para propiciarlo. 

No fue hasta los primeros años ochenta cuando ingresó la primera mujer en su plantilla y no ha sido hasta ¡el año pasado! cuando ha tenido la primera concertino. Por todo ello, los gestos son todavía necesarios más allá de las falsas apariencias en el mundo de la dirección.

La costumbre nos lleva a una valoración empobrecida y ciertamente vetusta de la banda como instrumento musical de proximidad que, en cierto modo, se ha ganado a pulso. El mundo bandístico sigue siendo, en el mejor de los casos, el mismo que hace medio siglo. Aunque la orquesta comparte con la banda la realidad de convocar cada vez a menos público y de mayor edad, la medalla de plata del reconocimiento social sigue siendo para la banda. El coro, ni aspira al bronce. 

Más allá de revisar el impacto musical con un público diferente al de hace 25 años, la elección del director o directora es óbice para un cambio brusco de rumbo, para cambiar un paradigma que abra nuevas vías de comunicación con la audiencia existente y creando nuevos públicos. Las orquestas lo saben y a pesar de algún gol por la escuadra que bajo espurios motivos ha metido su equipo gestor siguiendo directrices políticas, en general, sostienen cierto equilibrio entre sus objetivos y sus logros.

La elección de un director o directora sienta sus bases en la decisión de sus miembros.

La banda, que sufre con más saña los designios electorales, sigue anclada en procesos paralizantes para su propio desarrollo y evolución. La consecuencia es que se limita el número de candidaturas con altas capacidades musicales y de liderazgo capaces de revertir la inercia.

La acción de dirigir no puede dirimirse en términos mediáticos puesto que no es mejor el director o directora que exhibe su narcisismo en Instagram. No es mejor el más gesticulante ni el más efusivo o efusiva. Hay que quitarse la venda de los ojos y desenmascarar la impostura. A estas alturas no deberían vendernos humo. 

Aunque la orquesta comparte con la banda la realidad de convocar cada vez a menos público y de mayor edad, la medalla de plata del reconocimiento social sigue siendo para la banda. El coro, ni aspira al bronce.

Hacer música no puede ser nunca un ejercicio contemplativo rutinario sino de compromiso y riesgo. Es mejor aquel o aquella que es capaz de sacar lo mejor del alma  de los músicos -metafóricamente hablando- en aras de un trascendente y catártico -al tiempo que edificante y lúdico- discurso musical extraído de las entrañas no visibles de la partitura. La experiencia estética es total cuando se alinean las emociones de trinomio orquesta-banda/director-directora/público/sociedad. Los directores y directoras deben estar de paso. No importa si afrontan la titularidad unos meses o varios años. Su tiempo, siendo caduco, ha de estar nutrido de máximo rigor y exigencia. El modelo de “un director para toda la vida” es lo más nocivo para la salud de la música.

Las bandas, sin embargo, se están privando -por elección gestora propia- de optar no tanto a la mejor candidatura sino a la mejor opción disponible en el mercado en tanto que las bases de sus convocatorias son disuasorias, extractivas y en exceso mercantilistas. Los miembros de la banda son los expertos musicales. Son quienes debieran ostentar la autoridad tanto para seleccionar al director o directora que cumpla en mayor grado sus necesidades musicales, sociales, sindicales y corporativas como para desearle suerte en otro lugar cuando su ciclo concluya. La realidad es que los músicos de la banda están privadas de voto y, peor, de voz.

Hay que quitarse la venda de los ojos y desenmascarar la impostura. A estas alturas no deberían vendernos humo.

Delegar la custodia esencial de los mejores candidatos y candidatas a otros directores  o directoras ajenos a la banda es una acción poco probable de devenir en útil puesto que no son pocos los que ostentan cargos institucionales en conservatorios pero sin la costumbre de pisar escenario. Y, en todo caso, ¿hay algún director o directora que considere que existe alguien mejor que su propia persona? ¿Cuán de objetiva, por tanto, será su decisión? ¿Qué conocimiento puede albergar de las necesidades de la banda? ¿Sabe, acaso, qué fortalezas o debilidades ostenta y, por tanto, qué perfil de liderazgo precisa? ¿Puede valorarse un liderazgo en una acumulación documental por gruesa que esta sea? 

La tentación de argumentar que los músicos quieren tranquilidad y poco compromiso es aceptable si lo reducimos a una inmensa minoría que no nos representa. La mayor parte de los profesionales de la música  desean  directores y directoras que les saquen de magma del sopor mediante un verdadero liderazgo.

¿Y qué es el liderazgo? Es la capacidad de mejorar a los demás sin hacer ruido. Y, lamentablemente, tenemos demasiado ruido en el mundo de la dirección de banda y, sin embargo, muy pocas nueces.

Juan F. Ballesteros
Director de orquesta y escritor