Dirección Musical. Formar o adiestrar.
Pensar la música conlleva un gran esfuerzo en tanto que se diría que todo está dicho, todo está expuesto y, por tanto, todo está pensado. Pero todavía quedan contornos por revisar, rincones polvorientos que no hemos limpiado por pereza o, peor, porque no iba con nosotros, como si lo que le pasara a otro músico no tuviese repercusión directa en nosotros mismos. Cierto, ya se ha dicho, que el mundo de la es escasamente corporativo pero ello no obsta a que las cosas sucedan de manera global, mientras estamos a otra cosa.
Cuando la pregunta avanza hacia cuál es la realidad de la formación musical en nuestro país la respuesta solo puede ser bi-direccional si queremos sacar conclusiones útiles: ¿nos referimos a los músicos como futuros profesionales o al público como sufridos espectadores? Porque si la formación la pensamos solamente desde un vértice unilateral, cualquier consecuencia argumental carecerá de un verdadero significado.
El caso más paradigmático siempre ha sido el de la dirección musical. Ese arte que todavía no tiene unos contornos claros a la hora de valorar la excelencia si no prescindimos de la hipérbole y el exhibicionismo. Los grandes de la historia no precisaban de la ostentación puesto que lo importante era el sonido. Solo aquellos que lograban un sonido excelso capaz de emocionar, cautivar y exorcizar al público estaban en la cima. Eran los únicos que, acaso, tenían acceso a ser visto a través del invento del siglo XX llamado televisión y cambiaría para siempre el concepto de la dirección de orquesta. El siglo XXI pertenece a Instagram, donde todo cabe.
Si la formación la pensamos solamente desde un vértice unilateral, cualquier consecuencia argumental carecerá de un verdadero significado.
Consecuentemente ¿para qué formamos? ¿para el lucimiento personal? ¿Y el público? ¿Se está haciendo la suficiente pedagogía que les convierta en consumidores profesionales de arte y de cultura? Obviamente no, en tanto que no solo es responsabilidad de los habitantes del escenario sino, sobre todo, de un sistema educativo que raramente se ha aplicado. Un sistema donde los futuros adultos aprenden a leer en varios idiomas pero son incapaces de leer un texto musical, como si fuese algo ajeno al proceso cognitivo, sensitivo o humanístico. Nos olvidamos de que no se está cultivando una generación que disfrute de un concierto. Por tanto, ¿cuánto más creemos que vamos a ser útiles? ¿una generación, a lo sumo?
Nuestra esencialidad está a punto de caducar a menos que hagamos una catarsis educativa. Cierto es que quienes legislan tienen poco interés en nada que suene a humanístico. Pero me entristece mucho más contemplar lo mismo en muchos de mis colegas músicos. Albert Einstein dijo que el mundo no será destruido por los malvados si no por los que ven que se destruye y no hacen nada. Algo así, tristemente, pasa en nuestro gremio. Cada vez hay más directores y directoras. Cada vez importa menos el sonido, la interpretación, el discurso sonoro, la retórica… Solo la veleidad de compartirlo con el mundo para regocijo, solaz y onanismo de los directores y directoras que poco tienen que decir a través de la música.
Los grandes de la historia no precisaban de la ostentación puesto que lo importante era el sonido. Solo aquellos que lograban un sonido excelso capaz de emocionar, cautivar y exorcizar al público estaban en la cima.
Comparar puede ser injusto pero solo si no se hace una verdadera autocrítica. Si al compararnos salimos malparados seremos afortunados, ya que nos permitirá una posibilidad de redención. La introspección nos dará la clave no de lo que somos sino de lo que podemos ser individual y colectivamente. El espejo del norte de Europa, desde un punto de vista histórico, siempre nos ha devuelto una imagen borrosa y escasa de nuestra realidad. Si bien es cierto que las últimas décadas hemos exportado más músicos de los que hemos importado, no debemos olvidar que la estadística es endeble puesto que muchos vuelven ora por no lograr ora por nostalgia ora por un espíritu heroico de contribuir al cambio. Esto último, ya se ha visto, no ha funcionado porque cual entes propios de la caverna de Platón, son antes vapuleados que escuchados.
Durante mi formación en Suecia como director, pude vivencial un aspecto del acercamiento a la música absolutamente distante de cualquier conato de profundización en la música en nuestro país. No solo cualquier persona con estudios medios podía seguir sin problema una partitura aunque no se dedicara profesionalmente a la música. Ello les proporcionaba poder cantar, por ejemplo en un coro a nivel ni siquiera soñado en el mundo coral español. Del mismo modo que podían hacer teatro amateur porque sabían leer, podían participar activamente de la música porque también sabían leer, en este caso, partituras. Pero el caso más paradigmático era ver entre el público de un concierto seguir la trama sonora desde su asiento partitura en mano. Es decir, qué importaba si el director o la directora dibujaba arabescos desconectados del discurso o si blandía sus brazos sin ánimo de criterio. Lo importante era el sonido. La experiencia estética de las frecuencias.
Albert Einstein dijo que el mundo no será destruido por los malvados si no por los que ven que se destruye y no hacen nada. Algo así, tristemente, pasa en nuestro gremio.
Estamos lejos, todavía, pero estamos a tiempo. Quizás si dejamos de plantear la queja y la transformamos en compromiso con nuestro arte. Los que nos dedicamos a la enseñanza de la dirección musical, comprometámonos con nuestro alumnado a alumbrarles para que miren cuál es su sonido y no su cámara.
Juan F. Ballesteros
músico y escritor