Los músicos y las crisis
La premisa de quererse a uno mismo para poder amar plenamente a los demás -como han manifestado no pocas tradiciones y corrientes de pensamiento a lo largo de la historia desde el cristianismo hasta filosofías del desconcierto en pleno siglo XXI- ha declinado con el importante concurso en nuestros días de las redes enfático-sociales hacia un afectado narcisismo. Esta celebración del ego descontrolada nos devuelve una imagen que como sociedad nos deja en clara evidencia.
Los músicos, como parte integrante y activamente cooperante con la sociedad a la que pertenecemos, no estamos exentos del ocaso de la dignidad que supone aferrarse a una supuesta e ineludible proactividad a la propia loa.
El confinamiento al que estamos sometidos no deja de ser una invitación a la creatividad, dado que nuestro andamiaje sobre el que se ha sustentado nuestra actividad profesional se ha derrumbado. Más allá de la sana, solitaria y velada reflexión a la que la vida nos impele, nuestra inercia vital es la de hacer música y, lo que es más importante, compartirla. Sin embargo, algunos músicos que nunca antes habían creado nada interesante han caído en el vórtice de alumbramiento del narcisismo que no lleva más allá de una corriente cerrada en sí misma.
Durante mucho tiempo se ha trabajado en la línea de dignificar nuestro trabajo como músicos, ya sea desde el ámbito de la interpretación como en el de la docencia ofreciendo lo mejor de nosotros mismos, con una visualización de los contenidos de alto impacto y no a través de mediocres grabaciones caseras.
No han sido pocos los que han solicitado su cota de éxito mediante la difusión audiovisual en las redes de conatos de conciertos sin rigor, actuaciones improvisadas, incluso -en, afortunadamente, residuales pero execrables casos- previo pago. Las excepciones, tan honrosas como escasas, las han llevado a cabo plataformas profesionales que han ofrecido contenidos de alto valor musical y de producción.
De otro lado, la queja sobre las actuaciones que todo hemos perdido y perderemos en los próximos meses, aunque digna, se ha proclamado desde la atalaya de la sinrazón. Durante décadas, el sector musical se ha sostenido sobre la negligencia, la pleitesía y -sobre todo- sobre el silencio. Se piden responsabilidades ante una situación absolutamente sobrevenida, imprevista y a fecha de hoy incontrolable, cuando el sector musical ha callado durante demasiado tiempo los desmanes de la industria musical, que no en pocos casos ha estado encabezada por otros músicos.
La maquinaria que engrana la industria de la música funciona de una manera sencilla: un músico propone y un programador dispone (a menos que los músicos tomen conciencia de ser sus propios programadores tomando partido en la susodicha industria). Los entresijos tangenciales o limítrofes entran en la esfera del realismo mágico cuyas variantes exceden a las hipótesis más inimaginables. Este modelo tradicional de transacción, sin ser ideal, supone un filtro mínimo de calidad, esto es, no todo es contratable, no todo vale, más allá del mejor o peor acierto del programador de turno. Sin caer en la ingenuidad, el modelo con todas sus grietas, se sostiene mediante la acción continuada del público que elige (paga) por un espectáculo frente a otro.
Ahora, para no perder parte del pastel (¿qué pastel?) llenamos las redes sociales con actuaciones desde casa, con escaso valor artístico y solo para seguir alimentando un ego que, hasta ahora, no nos había llevado a ninguna parte. Conciertos sin el componente esencial: público que ha elegido estar presente y por parte de quienes nunca antes habían creado nada interesante.
Tenemos una oportunidad única para redimir nuestros errores pasados, para erigir un monumento al silencio, a la reflexión pausada sobre lo que somos como músicos, para reinventarnos como artistas y como colectivo. Cuando todo pase, la cultura será esencial, por tanto, nuestra imagen ahora es prioritaria.
Juan F. Ballesteros
músico y escritor
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