La pragmática y la poética no parecen ir de la mano en el imaginario de quienes ponen la pasión como único ingrediente del excelso menú del arte, muy especialmente en el arte sonoro. La dicotomía se centra en cuál es la parte importante en la interpretación y experiencia estética subyacente. Toda expresión artística precisa de un marco teórico, no para ser entendida sino para ser reflexionada, repensada y contextualizada. Todo ello no resta un ápice a la expresión, muy al contrario, la enfatiza.

Las musas sobrevuelan nuestros sueños, nos ofrecen imágenes nuevas, pero suelen resbalar sobre el frío hielo del vacío si no las dotamos de pretextos donde asirse. 

Es común el argumento entre los estudiantes y todavía entre no pocos profesionales de que la técnica (entendida según su origen etimológico como destreza y habilidad de un oficio) es un elemento secundario, que cabe desacralizar o, peor, prescindible en aras de una libertad interpretativa. No obstante, la falta de un marco referencial contribuye a la ocurrencia, a la quimera y la falta más grave: la pauperización de la obra de arte.

La postura aludida es muy extendida, sobre todo, en el campo de la dirección musical donde la bella factura mediática es el fin para no pocos directores y directoras. La interpretación ya no se sostiene sobre un marco sonoro, estructural, textual o histórico sino en formaciones endémicas que contribuyan a tener un buen video donde mostrar la destreza, no técnica del hecho musical, sino de posar frente a la cámara.

Las musas sobrevuelan nuestros sueños, nos ofrecen imágenes nuevas, pero suelen resbalar sobre el frío hielo del vacío si no las dotamos de pretextos donde asirse.

El acceso a los conciertos en formato audiovisual de los grandes maestros de la dirección ha sido un arma de doble filo para los advenedizos que solo ven lo superficial y no la profundidad en el conocimiento, desarrollo y dominio técnico subyacente y no necesariamente patente. Los grandes directores no dirigen arbitrariamente sobre una alada coreografía gestual sino que esta está sostenida veladamente sobre una mecánica de la dirección fuertemente adquirida.

El mimetismo conlleva tan solo a una capa estética visible y no la técnica intrínseca validando así el argumento falaz de que la técnica no es necesaria para la expresión musical.

Si llevamos el ejemplo a lo instrumental, ¿se diría lo mismo?, ¿puede un pianista interpretar una balada de Chopin solo con la expresión?, ¿acaso la técnica no es el vehículo necesario que lleva a altas cotas de expresividad?, ¿es solo la pasión la que nos lleva a una interpretación excelsa? Obviamente, no.

Los grandes directores no dirigen arbitrariamente sobre una alada coreografía gestual sino que esta está sostenida veladamente sobre una mecànica de la dirección fuertemente adquirida.

Si enfundamos la responsabilidad perdemos una oportunidad preciosa de contribuir a la visibilidad real del nuestro arte. No podemos seguir apeados en la queja, no es útil seguir creyendo que no somos comprendidos, no es productivo creer que no tenemos nada que hacer más que esperar a que algún gobernante que está de paso nos ilumine el camino.

Tenemos un desafío y un reto de formar para emocionar, para que el público vea realmente el valor de lo cualitativo en su proximidad, es decir, en sus bandas, en sus coros, en sus orquestas. Ello se logra con la formación y la formación requiere emoción, de otro modo no tiene lugar. Pero una vez encandecida la pasión se debe abrir la puerta del rigor.

Como directores y directoras tenemos una gran responsabilidad hacia la nueva generación que continuará con el legado del arte sonoro. Por lo tanto, el compromiso ha estar presente en todo proceso formativo, no solo en lo gestual, sino en la técnica de la expresión, la técnica de la composición, la técnica de historia, en definitiva, la técnica de la interpretación para que las musas patinen sin peligro.