Nos hemos vuelto demasiado buenos en explotar nuestras debilidades, dice Stephen Guyenet. Y es cierto. Abandonado todo conato de vulnerabilidad que nos abra una puerta hacia la valentía de reconocernos, seguimos venerando falsos ídolos, dioses impostores y  egos insaciables.

Nuestro universo musical valenciano ha retomado su cíclico declive. Cuando algo se había conseguido, que no era otra cosa que creer que habíamos conseguido algo, volvemos de nuevo a las andadas intelectuales glosando, ahora desde la arrogancia, un universo que ya no nos pertenece.

No es preciso buscar culpables. Al fin y al cabo, todos lo somos en la medida que permitimos desde un resistente silencio. Pero sí cabe asumir responsabilidades sobre cómo se ha gestionado el hábitat musical en nuestra tierra. Podemos señalar a los gestores de la cultura ataviados de hombres y mujeres de estado pero ahí no reside el verdadero problema.

Tampoco la solución. Donde verdaderamente hay que poner el punto de apoyo de la palanca del cambio es en el propio gremio musical. Allí donde suceden las cosas. Donde se nutre, donde se ampara, donde se limita, donde se censura. Allí y no en otro lugar. 

Cuando algo se había conseguido, que no era otra cosa que creer que habíamos conseguido algo, volvemos de nuevo a las andadas intelectuales glosando, ahora desde la arrogancia, un universo que ya no nos pertenece.

Vivir es el mayor factor de riesgo. Pero también la única solución. Y pareciera que el mundo pertenece solo a unos pocos que metafóricamente impiden la vida ajena como si el océano se fuese a agotar si permiten que otros llenen su vaso. Lo peor no es ver cómo el que fue líder se convierte en su propia sombra, en un esbirro de lo que fue, en un ave agotada por su propio vuelo extenuante. Lo que más perjudica a nuestro gremio son los adláteres que verifican los procesos que acabarán con ellos mismos. La libertad, otrora vinculada a la cultura, a las artes y muy especialmente a la música, está cautiva por los gendarmes musicales.

¿Hasta cuándo vamos a seguir permitiéndolo? ¿Qué exuberantes ínsulas nos han prometido? ¿Todavía nadie se ha dado cuenta de que no hay recompensa? ¿Castigo? ¿Qué castigo puede recibir quien se siente libre, quien no se halla en el camino despótico del poder autoconcedido? ¿Acaso no se ve?

Valencia precisa una revisión de sus costumbres. Algunas de ellas nos llevado hasta aquí. Otras, las más, no nos harán avanzar más allá de este lugar.

Lo que más perjudica a nuestro gremio son los adláteres que verifican los procesos que acabarán con ellos mismos. La libertad, otrora vinculada a la cultura, a las artes y muy especialmente a la música, está cautiva por los gendarmes musicales.

La pasividad con la que el sector musical e Valencia se comporta resulta asfixiante, el silencio se define como cota de paz pero no es más que el miedo a no pasar de pantalla, a salir de la cueva platónica y asumir que quizás no somos aquello que vendemos.

¿Queremos seguir en manos de los que no producen? ¿Al albur de aquellos que solo medran en despachos? Si tenemos las capacidades, ¿necesitamos su permiso? ¿Cuánto tiempo más vamos a fijarnos en ellos y no en los super músicos proactivos que ennoblecen nuestra profesión?

La inercia debe ser vencida, el miedo desterrado y la costumbre vulnerada. Es tan fácil como dar un primer paso. Joan-Elíes Adell, el poeta vinarosenc lo dice mejor: Estiro les cames fora del llit/ poso els peus a terra mentre miro ben fixament/  les formes estranyes dels dits descalços./ Hi entreveig, gairebé a desgrat, fragments/  d’una realitat que sobreviuen a la intempèrie*

*(Estiro las piernas fuera de la cama/ pongo los pies en el suelo mientras miro bien fijamente/  las formas extrañas de los dedos descalzos./ entreveo, con desagrado, fragmentos/ de una realidad que sobreviven en la intemperie)