Hacerse cenizas

Una de las funciones básicas del cerebro es la protección sobre todas las cosas. No necesita certeza, ante cualquier amenaza contempla la huida, la congelación o el ataque. Igual que hace diez millones de años. Nuestras amenazas han cambiado, nuestras reacciones no.

Los músicos somos especialmente sensibles a los obstinados impulsos de nuestro cerebro toda vez que todo lo ajeno representa una amenaza para aquellos profesionales que abanderan la inseguridad, el celo -en definitiva-, el miedo. Como gremio, somos muy poco corporativos y esta oposición, muchas veces intestina, hace que no crezcamos como colectivo al ignorar que uno solo va más rápido pero en unión, se llega más lejos.

Nuestras amenazas han cambiado, nuestras reacciones no.

Así opera el músico medio, aquel que es dominado por el miedo irreal e irreflexivo de la mera existencia de una realidad musical paralela. Nuestro instinto animal, como se ha dicho, nos lleva a la huida, esto es, abandonar la senda del sentido  y el bien común, el alejamiento de personas válidas y nutritivas solo porque -aparentemente- son mejores (signifique lo que signifique ser mejor) o veto, que es la forma más destructiva de alejamiento de la razón y de nímesis con el miedo.

Otra de las reacciones es la congelación. Si bien no representa oposición ajena, merma cualquier capacidad de crecimiento ya que impide ser, mejorar, medrar y compartir aquello que como músicos dominamos. Por último, el ataque es la reacción más visceral y común entre los músicos que no toleran el éxito ajeno o, dicho de otro modo, atacan porque no soportan su propia mediocridad.

En este contexto dominado por el miedo es imposible que nada crezca. Los salarios de los profesionales que nutren escuelas de música y conservatorios son exiguos, su ambición se ahoga en el magma de la bilis que emana de la amenaza (siempre falsa), los cachés artísticos lejos de aumentar decrecen y la conciencia de lo que como colectivo somos queda mermada socialmente.

La reacción que altera nuestro cerebro por ancestral responde a un automatismo. No podemos enviarlo pero sí gestionar las sensaciones que el cortisol (la hormona del estrés) se libera. Hace diez millones de años necesitábamos esa liberación explosiva de neurotransmisores. 

Como gremio, somos muy poco corporativos y esta oposición, muchas veces intestina, hace que no crezcamos como colectivo al ignorar que uno solo va más rápido pero en unión, se llega más lejos.

Nuestra respiración se alteraba porque necesitábamos bombear más oxígeno a la sangre. Nuestras extremidades superiores se preparaban para salir corriendo. Las superiores, para lugar. La digestión se detenía puesto que la sangre hacía más falta en brazos y piernas. Nuestros poros se cerraban (sensación de piel de gallina) para minimizar el sangrado ante una inminente lucha con la fiera o la tribu amenazante. Aumenta nuestra capacidad auditiva. Las pupilas se dilataban para mejorar la visión periférica. Y, además, aumentaba la sudación para ser más resbaladizos en un contacto cuerpo a cuerpo.

Estas reacciones nos salvaron como especie pero lo curioso es que las seguimos teniendo como un recuerdo indeleble en nuestro cerebro que reacciona del mismo modo aunque ya no nos persiga un mamut o nos invada una tribu desconocida. Quizás todo ello explique la animadversión al diferente, a quien es o siente diferente, a quien obra diferente, a quien piensa diferente, a quien ofrece diferente.

En este contexto dominado por el miedo es imposible que nada crezca. Los salarios de los profesionales que nutren escuelas de música y conservatorios son exiguos, su ambición se ahoga en el magma de la bilis que emana de la amenaza.

Porque el que siente, obra, piensa y ofrece diferente no es indiferente a las reacciones bioquímicas, pero es capaz mediante su inteligencia de minimizarlas, gestionarlas y apartarlas en su comunicación, coexistencia y valoración de su prójimo.

Como músicos, el antídoto es aplaudir y estudiar más porque de lo contrario solo se destruye lo que de común puede construirse con beneficio común o, en mejoradas palabras del poeta Omarr Concepción „advertencia seria con dulce sabor a amenaza; dos almas serenas a punto de hacerse cenizas“.

Juan F. Ballesteros
músico y escritor