Pablo González y Gustav Mahler
El director de orquesta Pablo González ha protagonizado en los últimos días un hecho insólito, valiente y -si se me permite- quijotesco al interrumpir la interpretación de la segunda sinfonía de Gustav Mahler justamente en su concierto de despedida de la Orquesta y Coro de Radio Televisión Española.
En el sacrosanto templo que representa un auditorio y con la esnobista visión de que la música clásica es hermética, inquebrantable y mística, el director asturiano llevo a cabo lo que seguramente muchos directores no se atreven: para a la orquesta y mandar callar al público.
Cabría reflexionar de si el atrevimiento estuvo sostenido por su salida quasi inesperada de la titularidad de la orquesta pública o si -quizás- no estaba acaso mandando callar simbólicamente a algún gerifalte del mundo musical y de la comunicación.
No sabremos si, en otras ocasiones porque el público acostumbra a ser ruidoso, ha estado a punto de dejar in albis su batuta. Lo que sí sabemos es que interrumpió la sinfonía en el, seguramente, momento más poético y sutil, justo donde el silencio era más requerido. Precísamente en el IV movimeinto, Urlicht (Luz Prístina).
En el sacrosanto templo que representa un auditorio y con la esnobista visión de que la música clásica es hermética, inquebrantable y mística, el director asturiano mandó callar al público.
Pablo González fue valiente, para algunos. Temeroso, para otros. Qué importa. Pero lo que sí debe llevarnos a la reflexión es porqué uno de los más destacados directores de nuestro país solo es nombrado cuando ha sido cesado sin aviso y públicamente manifestó su sorpresa y pesar o cuando ha realizado un hecho que, sin que ningún talibán del arte sonoro tenga que rasgarse las vestiduras, ocurre cada día en los auditorios fruto de una sociedad cada vez más vocifera, menos atenta, incapaz de mantener un mínimo de atención continuada y cuya tensión arterial está directamente relacionada con su incapacidad de sostener un dispositivo móvil o su necesidad de ser escuchado.
En un mundo musical donde la gestión de la pedagogía y la didáctica sobre el escenario se basa en tratar de deficientes mentales al público, Pablo González ha realizado, sin saberlo, el concierto didáctico más importante y trascendente de los últimos años. Ha alcanzado su más alta cota con una visión esclarecedora de que los conciertos públicos precisan una revisión dada la incapacidad de gran parte del público a comportarse como es debido.
Cabría reflexionar de si el atrevimiento estuvo sostenido por su salida quasi inesperada de la titularidad de la orquesta pública, si -quizás- no estaba mandando callar simbólicamente a algún gerifalte del mundo musical y de la comunicación.
No sabemos si, en adelante, su interpretación de la sinfonía Auferstehung (Resurrección) del compositor vienés, representará un hito o si se erigirá como una interpretación de referencia. De lo que no cabe duda es que hemos sido testigos de un conato de muerte y resurrección del modo en que ofrecemos los conciertos.
En ocasiones, para volver hay que marcharse. Y Pablo González se va a lo grande.
Juan F. Ballesteros
músico y escritor