El mamut llamado envidia

Ahora el mamut se llama envidia. Nuestra apreciación y comprensión del mundo no es muy diferente a la que teníamos hace unos 10 millones de años. La amenaza persiste, aunque con la gran diferencia de que solo habita dentro de nosotros. El cerebro nos mantiene a salvo tanto de los peligros reales como de los ficticios. Es experto en detectar cualquier amenaza por falsa que sea. Pero basta que se desate el primer resorte para que toda nuestra química cerebral se desborde.

El mundo de la música, precisamente por ser el menos corporativo, alimenta considerablemente al monstruo de la envidia que llevamos dentro. La música es maravillosa, cierto, pero sus habitantes representan en una buena parte lo peor de la condición humana al no permitir por acción u omisión que el éxito ajeno tenga lugar. Hay muchas formas para ejercer este tétrico pero real poder: desde el veto por parte de quien ostenta un puesto relevante que se lo permita, ya sea desde una cátedra, tribunal u oficina de contratación. Porque, no nos confundamos, no es que no se tolere el éxito, sencillamente no se tolera el éxito si no es de entre „los nuestros“.

El mecanismo es siempre el mismo. Un músico tiene éxito y automáticamente suben los niveles de cortisol, la hormona del estrés. Externamente, si se trata de alguien conocido, cercano, amigo, sonreímos. Incluso, llegamos a felicitar, pero con la boca demasiado pequeña. Pero en el fuero interno de quienes se ven dominados por este infausto aunque vano sentimiento, la reacción es de rechazo y aquí es donde viene el verdadero problema. 

El mundo de la música, precisamente por ser el menos corporativo, alimenta considerablemente al monstruo de la envidia que llevamos dentro.

Obviamente, es una reacción biológica y, por tanto, fisiológica, natural. La diferencia entre los que viven consumidos por quien triunfa y los que no está precisamente en la inteligencia emocional que detecta que los niveles suben y tiene la capacidad de analizar, valorar y descartar.

El músico que se entrega al mamut de la envidia, no solo no evita el éxito sino que socava más sus posibilidades, puesto que nadie puede triunfar realmente si no domina lo intestinal. Su cerebro, actuando según su naturaleza, desplegará todo su repertorio: gestos de desprecio, comentarios hirientes, desprecio en forma de indiferencia, reforzamiento de sus acciones para que sean más visibles, pasar por encima del envidiado para demostrarle (demostrarse, en realidad) que puede medrar. En una fase más avanzada, cuando el éxito sea mayor y también su repercusión, entrará en juego la mentira, el ataque personal, la denostación y erosión de su perfil humano. 

El músico que se entrega al mamut de la envidia, no solo no evita el éxito sino que socava más sus posibilidades, puesto que nadie puede triunfar realmente si no domina lo intestinal.

Cuando ocurre, que es siempre, la mejor solución es celebrarlo. Celebrar que no somos todos igual. Celebrar que dominamos nuestro impulso animal aunque otros no lo hagan. Celebrar que lo que logramos tiene siempre un beneficio común. Celebrar, en fin, que formamos parte de una minoría de músicos que nos alegramos de verdad cuando otro colega triunfa y que, por tanto, nuestro mamut está domesticado.

La envidia, ya lo sabemos, es el veneno que uno toma esperando absurdamente que afecte al otro. Normalmente, este sentimiento anida en quienes el ego les domina, la arrogancia es su patria y quienes habitan solo con palabras la humildad. 

Nadie es mejor por intentar demostrar serlo. Si necesita el reconocimiento, quizás es que no le pertenece. Quizás, solo quizás, no lo merece.

Juan F. Ballesteros
músico y escritor