Eduquemos
Si el cerebro -afirma la ciencia- no acaba de formarse completamente hasta una edad entorno a los 25 años, la mera posibilidad del impacto que la tecnología pueda tener sobre nuestro principal órgano en los más jóvenes se presenta como preocupante.
El futuro tendrá razón cuando veamos los resultados en una generación sobrexpuesta sin tregua al estímulo digital. Nuestro cerebro es, además, mucho más activo en sus conexiones neuronales en procesos de reposo, ensoñación, meditación, zozobra…, lo que hace presuponer por lógica una merma de su actividad cuando una parte de los educadores (esta categoría estaría encabezada por los padres y madres) no fomentan el ocio creativo, espacios sin actividad o el más útil de todos ellos: el aburrimiento.
Razonar una justificación en defensa del uso de ciertos dispositivos y aplicaciones sin otro argumento que el de mantener ocupados a los jóvenes o, peor, estimular aspectos cognitivos, no solo no supera el filtro más elemental de la pedagogía, del sentido común -sobre el que se debería sustentar- sino que nos situaría a quienes no hemos tenido acceso a esta tecnología en nuestra niñez y adolescencia en el plano de la ignorancia, sombra creativa y habilidades limitadas.
Huelga decir que la ignorancia, ignominia y estulticia son -desgraciadamente- atributos intemporales consustanciales a la naturaleza humana, sin importar épocas ni territorios. La tecnología -si se quiere seguir el hilo del argumento- no será la solución per se para alumbrar nuestro pensamiento critico, creatividad, memoria y, por ende, humanidad.
Tan sospechosa resulta la defensa de la tecnología sin reflexión por parte de los progenitores como cuando esta viene abanderada por los pedagogos auto proclamados modernos.
Quizás -abro paréntesis- la modernidad no sea otra cosa que aquello que el adjetivo define, esto es, perteneciente o relativo al tiempo de quien habla o a una época reciente. O, en su segunda acepción de la RAE, contrapuesto a lo antiguo o a lo clásico y establecido. Pero sabemos que el término va más allá. En nuestro insconsciente colectivo (esa nube) atribuimos contrapesos de bueno y malo al término y a su opuesto. Lo moderno es, pues, bueno en contraposición de lo antiguo y malo. Tomar la parte por el todo enfanga cualquier intento retórico.
Como deudores que somos del pensamiento presocrático, nuestra percepción de la realidad es limitadamente dual. Sí o no, bueno o malo, moderno o antiguo… sin reparar en que los matices del proceso de transformación de un concepto a su contrario son infinitos como estudian con acierto otras corrientes filosóficas no europeas.
Podríamos entrar a valorar sin juicio moral o ético alguno si es más o menos moderno taladrar los lóbulos de las orejas en las niñas -y después a los niños- tal y como se hace desde tiempos inmemoriales en las tribus primitivas no industrializadas de los confines del mundo. ¿Acaso estas prácticas no limitan con lo sexista? Cabría pensar si la música que denominamos moderna y que ofrecemos sin control en la dosis a nuestra prole lo es aunque pertenezca a ritmos con arraigo primitivo, tal y como todavía pueden encontrarse en la música africana o javanesa.
¿Es moderno mirar la etiqueta de un producto para conocer sus componentes pero ofrecemos música a granel sin pensar en la motivación de sus creadores actuales (modernos) basada en la misma motivación que hace miles de años tenían en las tribus para celebrar sus ritos animistas?
Volviendo al cerebro. quizás hemos desarrollado esta oposición de términos para salvaguardar nuestra incapacidad de entender el mundo. La nueva pedagogía rehuye de conceptos como memorización, diferenciación o jerarquía. No les son válidos porque provienen de un pasado ¿del único régimen fascista que triunfó en Europa (el de nuestro país), de la sociedad industrializada, del capitalismo piramidal, del comunismo postcristiano…?
Atendiendo a lo que los neurocientíficos postulan, la memoria es puramente creativa. Acumulamos información que vamos suplantando en el recuerdo para configurar una realidad cambiante. Sin memoria (hablo exclusivamente en términos neuronales) no hay creatividad.
Del mismo modo, los momentos de encuentro con las grandes ideas no tienen lugar cuando nos hallamos hiperconectados sino que es en momentos de gran actividad del pensamiento, compulsiva y obsesivamente, cuando se siembra la idea que solo surje (momento-eureka, en palabras del neurólogo Facundo Manés) en momentos de baja actividad (aparente), reposo, ensoñación, meditación, zozobra o aburrimiento.
Como individuos únicos que somos, la educación transversal, igualitaria y horizontal no puede ser tenida en cuenta en serio. Si hay personas diferentes (procesos cognitivos, coeficiente, capacidad de abstacción, creatividad) todo ello sin entrar en cuestiones de personalidad, ¿cómo la educación puede ser igual para todos? La resultante que el futuro nos mostrará será la de un ejército de nadies.
Jerarquía es un término que nos repele y en el contexto educativo es más que sospechosa. El Maestro, como entidad intelectual, humana y social, está en crisis a pesar de su épico trabajo sobre todo si es capaz de visionar otra forma de enseñar, que no se entrega a los arrullos de la comodidad pedagógica inventada por otros que, dicho sea de paso, en muchos casos jamás han estado en un aula.
Estos Maestros, héroes de nuestra sociedad, están en crisis -digo- no solo porque históricamente se ha tenido recelo hacia ellos minusvalorándoles su trabajo sino porque han dejado de ser los albaceas únicos del conocimiento.
Una persona considerada culta en el siglo XVI disponía de menos información de la que podemos encontrar en el suplemento dominical del New York Times. El alumnado con un smartphone ¡qué contradicción de términos! tiene a su alcance tanta información que el Maestro.
Por tanto, ¿cuál es su función? Sobre todo y en mi opinión, ejercer de vehículo para estimular la creatividad del pensamiento crítico. Transmitir el mensaje de que el conocimiento no es acumulación de datos sino la gestión de los mismos, que los datos sin gestión y sin compartirlos con otro humano (presente) no sirven.
Ejercer su autoridad -palabra que espeluzna a los pedagogos modernos- tiene todo el sentido en tanto que el educando no puede estar en el mismo plano de acción educativa que el educador, y, sobre todo, reinventar una profesión que tiene prestigio en aquellos países donde los derechos sociales y la economía son boyantes ¿casualidad? Y sobre todo, para toda la comunidad educativa, ayudar al alumnado en su preparación para equivocarse, verbo tan poco transitado y rehuído.
La escuela moderna, la sociedad moderna estigmatiza el error. Nadie ha creado algo importante sin haberse equivocado muchas veces.
En una zona rural de Estados Unidos donde el único idioma que jamás se había escuchado y se usaba era el inglés se realizó un experimento con un grupo de niños de entre 3 y 5 años. Se les aisló en tres grupos tras un estudio que establecía que los parámetros de coeficiente, capacidad de aprendizaje y memoria creativa eran del mismo rango en todos ellos. Cada grupo recibió clases de chino durante el mismo período de tiempo. El grupo uno recibió clase de un profesor chino presente. Los chicos del grupo dos recibió exactamente la misma información, con el mismo profesor, utilizando exactamente las mismas palabras pero a través de una pantalla. Y el tercero tuvo la misma clase pero a través de audio (auriculares).
El grupo uno aprendió a utilizar, comprender y relacionar unas pocas palabras en chino. El grupo dos y el grupo tres, aun recibiendo la misma información pero por diferentes canales, no aprendió ninguna.
Ya no es cierta la afirmación de que somos seres racionales. Somos seres emocionales. Necesitamos la emoción para desarrollar nuestra parte racional y para ello necesitamos interlocutores emocionales y no emoticonos. Ningún tutoríal audio-visual sustituirá jamás la presencia de un Maestro .
Más personas y menos máquinas que, pudiendo llegar a ser mucho más racionales, no tendrán nunca la emoción que nos conecta con la vida.
Juan F. Ballesteros
músico y escritor
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