La revolución del océano rojo

Hubo un tiempo en el que se produjo la revolución de las mentalidades. A penas alumbrado el siglo XIX tras la herencia iluminista del la revolución de 1789, la humanidad experimentó la entrada a un paradigma donde el Hombre/Mujer ocuparía un destacado lugar en la historia social y natural de nuestro mundo.

El siglo anterior contempló con estupor las diversas guerras que dibujarían los nuevos mapas con tinta de sangre, las colonias se ahogaban ante un imperialismo cuya semilla contenía en partes iguales la sustancia del auge y de la decadencia. Otras guerras se fraguaban en el interior de conocimiento humano en tanto que se producía el triunfo de la razón sobre el siempre inútil sentimiento del miedo abrazado por la fe.

La nueva mentalidad que se iba cosiendo con el hilo de la cultura, particularmente con el de la música, tuvo un protagonismo esencial en el devenir del mundo que habitamos aunque, quizás, todavía no hemos sido capaces de valorarlo en su justa medida.

En pleno siglo XXI el sector cultural se encuentra de nuevo en una encrucijada, en parte porque no se han resuelto las necesidades básicas, no se ha fortalecido como comunidad o no se ha tenido un suficiente sentimiento identitario, acumulando las debilidades para sumarlas a las coyunturales, esto es, sanitarias y políticas.

El mundo de la cultura no ha hecho los deberes lo cual, quede claro, no le hace merecedor de tan catastrófica gestión política y hostigamiento social. Dicho lo cual, convendría establecer cuáles han sido, son y, por tanto, deben ser las estrategias de supervivencia como gremio.

La nueva mentalidad que se iba cosiendo con el hilo de la cultura, particularmente con el de la música, tuvo un protagonismo esencial en el devenir del mundo que habitamos aunque, quizás, todavía no hemos sido capaces de valorarlo en su justa medida.

Uno de los errores más extendidos e instalados es el de relacionar todo el tiempo vida cultural y vida política. Equivocadamente, los artistas piensan que somos subsidiarios de una práctica política y ello nos ha condenado a una espiral de caída libre difícilmente remontable a través de una insana dependencia.

Mientras que no optemos por ser nuestros propios ministros de cultura, nuestros propios gestores de nuestro trabajo poco o nada va a cambiar. En todo caso, eso seguro, va a empeorar. 

¿Por qué seguimos insistiendo en un modelo que ha demostrado no funcionar? ¿Es descabellado optar por alternativas que, al menos, no sabemos todavía si funcionan? ¿Valdría la pena explorarlas? ¿Es mejor mantener el status quo? ¿Nos quedamos con lo malo conocido o aspiramos a lo bueno por conocer?

Las protestas por la alerta roja nadie puede discutirlas como necesarias. Pero ¿son suficientes? ¿Acaso alguien de verdad cree que algo va a cambiar porque nos arrojemos a las calles, tiñamos de rojo nuestros perfiles en las redes sociales o mantengamos encendida una llama de protesta intermitente? Porque, no nos engañemos, el problema no es coyuntural es transversal y viejo y, por tanto, recurrente.

Si tenemos el talento, el conocimiento, las herramientas, la audiencia…¿por qué no somos eficaces? La queja nos paraliza. No nos deja ver alternativas. Castra nuestra capacidad natural de crear y recrear.  Contamos con el mayor de los patrimonios del sector: el público, que acude a las representaciones culturales por nosotros los artistas, or nadie más y, mucho menos, por los responsables políticos. Vienen porque tenemos algo que ofrecerles. Solo nosotros. 

¿Por qué seguimos insistiendo en un modelo que ha demostrado no funcionar? ¿Es descabellado optar por alternativas que, al menos, no sabemos que no funcionan? ¿Valdría la pena explorarlas? ¿Es mejor mantener el status quo? ¿Nos quedamos con lo malo conocido o aspiramos a lo bueno por conocer?

Creemos un verdadero espirito corporativo. Unamos nuestras fuerzas. Compartamos en lugar de competir. Usemos nuestros propios recursos para trazar la ruta de nuestro futuro artístico. Llegado a este punto, sería injusto no reconocer que no todas instituciones se comportan de una manera tan despreocupada hacia la cultura. Son numerosos los ayuntamientos que se han puesto del lado de los artistas a pesar de todas las dificultades normativas.

Los artistas de primera fila o -mejor- los más mediáticos, son menos propensos a notar la mella de la hecatombe que contemplamos, toda vez que lograron altos honorarios (tendencia a la que deberíamos abonarnos) y, por tanto, han llegado a la pandemia fortalecidos.

Del otro lado, los músicos de las ligas medias son los que más han acusado la situación. Todavía queda un grupo, los advenedizos que se han colado reclamando los mismos derechos aun cuando nunca han creado nada, los aprovechados del sistema que han encontrado una ventana por la que asomarse y ofrecerse sin contenido alguno.

En todo este magma sociológico se ha creado un corpus que exige la subvención o sea, la pasividad. La queja por bandera no produce nada. Y la subvención -cuando llega y a los que les llega- se acaba. ¿Qué quedaría después? de nuevo la nada y la súplica. En tanto que no nos emancipemos y consideremos nuestro arte como nuestra más eficaz arma de seducción masiva, no saldremos de un insano lugar donde nada sucede. 

La revolución comienza cuando cesa la queja. Una revolución que no es otra cosa que dejarnos la piel en cada propuesta, ser lo mejor que podamos ser presentando un proyecto, superarnos en cada uno de los momentos del proceso de creación, producción e interpretación, dejar las medias tintas, mostrarnos indolentes ante el esfuerzo, gratificar al que nos supera mediante nuestra admiración, no permitir al advenedizo, oportunista y mediocre ni un ápice de espacio , que las instituciones no puedan resistirse a nuestra opción artística y que en la montaña de propuestas la nuestra ocupe la cúspide, abrir espacios de intervención y colaboración con otros artistas, poner nuestros recursos al servicio de los demás, pedir sin miedo colaboraciones, crear espacios de encuentro entre artistas para ser capaces de gestionar nuestras propias actuaciones y todo cuanto hasta ahora no hemos hecho por miedo a la libertad y reforzarnos en nuestros propósitos estéticos, filosóficos y lúdicos de nuestra profesión.

La revolución ha comenzado por si alguien todavía no se ha dado cuenta.

Juan F. Ballesteros

músico y escritor

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