Música degenerada

Con el término Entartete Musik (música degenerada) que a su vez deriva del Enterttete Kunst (arte degenerado) se denominó a la música que debía ser proscrita por sus condiciones bolcheviques y judías en el Reich nazi. Músicos de la talla de  Weill, Schoenberg, Webern o Krenek se sumaron a la lista artistas como Chagall, Mondrian, Klee o Kokoschka. Muchos de ellos huyeron de Europa para instalarse en EEUU donde, algunos, cosecharon grandes éxitos. Otros, acabaron por sucumbir a la decadencia espiritual a la que se vieron sometidos. 

El gobierno nacional-socialista  alemán, tal y como ocurrió en otras dictaduras como la de nuestro país,  tuvo a bien prohibir cualquier connotación de elevación espiritual que conllevase una catarsis intelectual a través del arte y mantener así un arte vacío o dirigido, acabando así con toda posibilidad de creatividad y libertad.

Siendo que la libertad no puede comprimirse demasiado tiempo sin que la presión la arroje a la acción, el arte tiende siempre a su expansión por encima de cualquier connotación social, ya sea este la virtud expositiva como desde la clandestinidad. El arte contiene muchos ejemplos de la actividad marginal ora por un sistema político y social perverso ora por un veto corporativo. 

La música es una rama del arte muy propensa a la degradación conceptual debido a los lobbies que actúan en favor de unos pocos y -conscientes o no- en detrimento de la propia música. Habitualmente, sus próceres esgrimen una retórica humanística, fraternal y no exenta de bonhomía mientras que ejercen el veto a los que -acaso- son sospechosos de hacerle sombra. 

Lamentablemente, ocurre en todos los ámbitos de de la música, esto es, tanto el parnaso de la profesionalidad como en el entusiasta mundo amateur. En este ámbito, más extendido en el mapa musical, es donde la música tiene su espacio más natural, en tanto que está muy próximo al público. Sin embargo, se pierde una excepcional oportunidad de tener tan a mano al público si se presenta la música de una forma banal y poco comprometida con los valores estéticos y artísticos del arte sonoro.

El arte contiene muchos ejemplos de la actividad marginal ora por un sistema político y social perverso ora por un veto corporativo.

El único filtro útil debiera ser el público como ente aséptico, ajeno a conspiraciones gremiales y voluntariamente presentes. El público, incluso, tiene un valor intrínseco para la valoración artística muy superior a la que los críticos se atribuyen, ya que -en el mejor de los casos- no dejan de ser artistas que no alcanzaron y que encuentran justicia en la degradación ajena.

No obstante, para alcanzar un criterio suficiente del hecho artístico es preciso el elemento de la formación que capacite al oyente a la hora de emitir un juicio certero. Para ello, la comparación es un elemento esencial. 

Si el público es educado en un circulo pequeño de elementos artísticos su criterio será cuanto menos escaso y condicionado. Su experiencia estética será limitada. Sin embargo, un público avalado por el bagaje curtido en la contemplación expansiva será extremadamente valioso para la evolución discursiva de la cultura.

El mundo amateur es absolutamente necesario para vertebrar la vida musical en la base de la sociedad. Los coros, bandas y orquestas de esta liga son el primer contacto, en muchos casos único, con la literatura musical de primer orden. Por ello, precisamente, la responsabilidad de sus gestores es capital para que la calidad no se diluya en la criba de la mediocridad. En el mejor, que no más extendido, de los casos, los directores/pedagogos de estas agrupaciones son profesionales y, por lo tanto, conscientes de la importancia en la transmisión de los conocimientos. 

Pero queda un resquicio tentador hacia el repertorio inalcanzable y aquí entra un factor que como profesionales debemos poner en primer orden de valor: el respeto a la obra musical. La elección del repertorio es el punto más delicado en el proceso de creación y desarrollo de un grupo y la sabiduría reside en comprender que un grupo amateur no puede interpretar cualquier obra pero, por el contrario, no es consciente de la cantidad de literatura musical que es capaz de ejecutar con garantías de éxito. 

No obstante, para alcanzar un criterio suficiente del hecho artístico es preciso el elemento de la formación que capacite al oyente a la hora de emitir un juicio certero. Para ello, la comparación es un elemento esencial.

Alcanzar todas las notas de la partitura no debe ser un objetivo sino una premisa antes de situarse en la casilla de salida. Los ítems de belleza que intervienen en el discurso sonoro tales como lectura, transfiguración, afinación, entonación fina, interpretación histórica, gestión de las tensiones, dinámicas, agógica y ascensión emocional deben estar como verdadera meta a la hora de elegir un repertorio. 

Caer en la tentación de interpretar obras fuera del alcance solo es demostrativo de un escaso respeto a la música. Un grupo amateur no podrá interpretar la Messe in H-moll (misa en si menor) de Bach o Messa di Requiem de Verdi, por citar casos reales, sin devastar el verdadero corpus de la obra, pasando -acaso- de manera tangencial por los procesos de fraseo y construcción del sonido que elabore una esencia eidética en el público, sin pervertir -acaso- el significado de la música más allá de la partitura. No debiera importar la cota alcanzada sino la conquista de la cima.

Los críticos -en el mejor de los casos- no dejan de ser artistas que no alcanzaron y que encuentran justicia en la degradación ajena.

¿Serían palabras demasiado gruesas si hablásemos de delito artístico? ¿Estamos ante una nueva Entartete Musik avalada por sectores internos a la propia música? Seguramente, podríamos establecer un paralelismo con el arte figurativo si convenimos en que dañar un cuadro de Goya en el Museo del Prado nos acarrearía no pocos inconvenientes de diferente índole gravosa, siendo el peor de los casos una visita a la prisión, tal y como establece el código penal. 

Pero nos extrañará, por el mal uso que hacemos de la música, aplicar el mismo criterio para quien perpetre el horror de pervertir una obra magna como las referidas anteriormente. Podrá esgrimirse que la obra subsiste ya que puede ser de nuevo interpretada. Además de falaz, el argumento sería injusto puesto que para el público del grupo amateur es muy posible que represente su único acercamiento en directo de esta magnífica obra. Y, lo que es peor, su conocimiento de la misma se limitará a la interpretación fallida. 

La música es importante. Podemos rasgarnos las vestiduras ante la falta de internes por parte de nuestros legisladores. Pero es mucho peor el atropello que desde el propio gremio podemos llegar a cometer, tanto desde el veto al éxito ajeno como al delito artístico de cercenar el valor a las grandes obras de la literatura musical convirtiéndola en degenerada. Formación para tener criterio, criterio para tener opinión, opinión para ser libres.

Juan F. Ballesteros
músico y escritor

¿Dónde van las notas que no suenan?

En tiempos de crisis la creatividad ha de encenderse para sobrevivir y, con suerte, supervivir en el futuro. Cada actividad tiene sus propios inconvenientes, incompatibilidades e imposibilidades frente a la situación de excepción que nos ha tocado vivir. Otras, por suerte para ellas, sacan provecho por ser útiles en la pandemia. 

La utilidad ha devenido en una posibilidad de redención. La inutilidad de la cultura la tildan aquellos que han sido domesticados a través de la falta de sensibilidad, aquellos que no la consideran esencial y, por lo tanto, viven cómodamente en la cueva platónica donde todo lo que sucede es suficiente.

La cultura, aunque les pese, es esencial porque nos reencuentra con lo que somos más allá de un número de identificación fiscal, un guarismo en el banco o una categoría salarial. Si todo lo reducimos a lo estrictamente económico y racional seremos justamente eso, seres -a lo sumo-  racionalmente dirigidos. No estaría del todo mal si la población media, identificada como está con la economía, extrajese de esta algún provecho en lugar de servirla cual esclavos convencidos y saciados.

La inutilidad de la cultura la tildan aquellos que han sido domesticados a través de la falta de sensibilidad.

La cultura también es valor como se demuestra en latitudes culturalmente desarrollados que, paradójicamente, ostentan mejores resultados numéricos. No es casualidad que su prosperidad esté asentada en una atención a la cultura. En el sur, sin embargo, nos hemos rendido a lo puramente evidente, aquello que nos ha sido dado como el que hereda sin sudor. Nos creemos el mantra del sol y la gastronomía para seguir anclados en un espectro socioeconómico rentable para unos pocos y empobrecedor para la mayoría. 

Pero existe un valor no asimilado, un resorte económico imponente que contiene la gama exquisita y grandiosa de propiciar porvenir (del bueno). A través de la cultura se abre una posibilidad infinita de emancipación sobre un sistema divinizado que no solo aprieta y sino que ahoga.

Conscientes de su utilidad, nuestros dirigentes la minimizan hasta disolverla en un magma falaz de puro entretenimiento, impidiendo a la sociedad el derecho a la belleza sublime y a nuevas capas de pensamiento, sobre todo crítico. Sin pensamiento, no hay crítica y sin crítica hay domesticación, sutil metáfora de la esclavitud.

Sin grandes esfuerzos, aunque muy torpes y evidentes, la cultura se socava en las luchas intestinales de sus propios miembros, muy especialmente en el lado de l música. No hay en el espectro laboral una profesión tan falsamente corporativa, ninguna donde la envidia obre de una manera más dañina. No hay posibilidad de reencuentro, de verdadera unión mientras se sospeche del éxito ajeno, sin entender que el éxito particular es el abono del éxito gremial.

A través de la cultura se abre una posibilidad infinita de emancipación sobre un sistema divinizado que no solo aprieta y sino que ahoga.

Para esto, no hay solución ni conviene insistir. Conviene, eso sí, seguir abonando pequeños círculos de artistas verdaderamente comprometidos, que no tienen complejos marginales, que optan por una cotización acorde a sus talentos (tanto como en otras profesiones), que no se pliegan al designio instructor de quienes se han alineado con la ignorancia y que cree que nuestro trabajo es solo jolgorio y algarabía.  En ese mismo bando, que lo tengan muy claro, están aquellos que se proclaman artistas  y que protestan, pero no cambian, haciendo de bufones en la gran celebración de la ignorancia.

La música ostenta, seguramente, una de las facetas del arte más denostadas. Pero así será mientras el músico no deje de sentirse parte de un colectivo tendente a la queja sin propuesta. La bohemia queda muy aparente para contextualizar un modo de vida pero deviene en ridícula si se tiene complejo a la hora de valorizar una actividad profesional, aunque sea la música.

El confinamiento nos ha llevado a ambos lados de la conducta: desde la exposición desprovista de propósito y sin ningún resultado en cuanto a la atención del público hasta la reflexión profunda y la creación silente de nuevos proyectos. Los que han optado por lo segundo, no tardarán en ser señalados por los primeros que valorarán como objeto de envidia, conato y veto cualquier actividad creativa y productiva (para el conjunto del gremio) de quienes no han procrastinado y han enfocado su futuro.

Están aquellos que se proclaman artistas  y que protestan, pero no cambian, haciendo de bufones en la gran celebración de la ignorancia.

Nada está dibujado en el horizonte. Nunca nada fue tan difuso ni tan esperanzador al mismo tiempo. Pero hay algo incombustible al tiempo: el compromiso con la música y sus concomitancias sociales. Por ello, conviene reservarnos, no ceder a que la música suene a cualquier precio (salarial o emocional), que nadie ose desproveer de valor nuestro arte y que se proclame de una vez por todas que las notas que no han sonado están guardadas en el corazón de los nobles, de esparcirlas ya se encargan los necios.

Desprovistos de presente, quizá sea hora de no seguir insistiendo en un pasado que -ciertamente- tampoco era la panacea ni querer que el presente sea continuo al respecto de aquel pasado. Se nos abre una oportunidad única de reinvención. Las opciones son claras: abandonamos o creamos un nuevo paradigma donde poder crecer.

Si dejamos este horizonte en manos de los de siempre tendremos los resultados de siempre. Dejemos de una vez de confiar en quienes nunca nos quisieron y centrémonos en lo que siempre tuvimos: el público. Es hora de hacer lo que mejor sabemos. Es hora de decir adiós a las notas que ya no suenan y abrazar los nuevos sonidos que la realidad nos presenta. Es hora de crear para seguir creyendo.

Juan F. Ballesteros
músico y escritor

Eroica

Una de las cuestiones más urgentes que los músicos deben resolver es la de su cotización. Hablar de dinero se ha convertido en una suerte de llamada a la bicha, un tema del que hay que escapar en cuanto surge en una conversación.  

Esta actitud resulta cuanto menos absurda dado que los salarios de los músicos que se dedican a la docencia u ostentan una plaza en algún coro, orquesta o banda municipales son públicos y en el resto de casos vox populi en cuanto a la escasa y precaria retribución en algunos centros educativos o agencias de representación.

En este ámbito resulta espeluznantemente esclarecedora la situación contractual y de régimen sindical. No pocas escuelas de música han estado durante décadas (alguna queda) bajo el convenio de peluquería o minería, en una vergonzosa maniobra de rentabilidad económica. El resultado en términos de excelencia ha sido muy lamentable. Además, ha contribuido a generar una herencia de hábitos traspasados de profesores a alumnos con la absoluta connivencia entre explotador y explotado ora por necesidad ora por necedad.

El músico es quien determina el valor de su trabajo por lo que, en definitiva, se acepta o se lucha. El silencio cómplice frente a este atropello resta dignidad tanto al músico que la ejerce como a la totalidad del colectivo que se ve afectado en su valoración social.

Frente a esta situación no pocos músicos han abrazado la nueva mentalidad y han abandonado la senda de la mediocridad. Conviene reconocer la diferencia entre mediocridad y amateurismo. Éste es siempre útil y socialmente de alto valor porque se ejerce en el corazón, mientras aquella es la praxis degenerada por parte del músico profesional. ¿Cuál sería el precio adecuado?

Si existe un precio justo tendría que estar entre los dos polos básicos del comercio:

  1. un producto o servicio tiene un valor transaccional igual al que un comprador está dispuesto a pagar
  2. el precio del trabajo para producir un producto o servicio es tan bajo como un trabajador esté dispuesto a aceptar

Para ilustrarlo recurrimos a un par de ejemplos: un pianista, director de orquesta o cantante de primerísima línea pueden percibir por un concierto 500.000€ (de media), ¡lo mismo que un Dj en plena temporada de Ibiza, Saint Tropez o Miami! Del otro lado, ¿cuántos músicos con tanto talento como los primeros aun con menor repercusión mediática aceptan trabajar por paupérrimas o nulas cantidades con el cansino argumento de la promoción?

El músico es quien determina el valor de su trabajo por lo que, en definitiva, se acepta o se lucha. El silencio cómplice frente a este atropello resta dignidad tanto al músico que la ejerce como a la totalidad del colectivo que se ve afectado en su valoración social.

En el centro, donde se halla siempre el equilibrio, están quienes no aceptan según qué salarios, los que saben decir no, los que no quieren jugar en una liga inferior, lo que no serán, por tanto, considerados músicos de segunda, los que piden (con entrega) y se les da (con amor), los que saben quiénes son y los que saben quiénes no…

En contra de la creencia generalizada, no somos héroes. Los músicos carecemos del poder de la saciedad, visión nocturna, bilocación, hiperacusia o insensibilidad térmica. La carencia de estas facultades las suplimos alimentándonos, iluminando nuestras casas, trasladándonos de un lugar a otro mediante artefactos móviles, utilizando la telefonía y abrigándonos. 

Todo ello, como el resto de los mortales, lo conseguimos con nuestro aporte económico al sistema. De igual modo que un abogado, albañil, panadero, mecánico fresador o médico, los músicos obtenemos beneficio económico a través de nuestra actividad profesional, entendiendo el término como garantizador de calidad. Es frecuente observar la sorpresa que en algunas personas resuena cuando los músicos tratamos de ofrecer nuestro  trabajo a cambio salario económico y que no nos baste con el salario emocional. Aunque, lamentablemente, no es exclusivo de nuestros tiempos sino rescoldo de un pasado escasamente superado. 

En las cortes y capillas de la Europa más culta previa a la Ilustración, un músico como Mozart o Haydn tenían el mismo estatus laboral que el cocinero, cochero o mozo de cuadras, es decir, un servil garantizador de ocio.

Huelga decir que el hecho de que nuestra profesión tenga una base vocacional (acaso tanto como otras), que hayamos ofrecido nuestros servicios de manera altruista como pago a nuestra formación y experimentación, no obsta para no ser capaces de superar el estadío formativo y exigir lo que cualquier otro profesional recibe sin que por ello nadie pestañee nerviosamente. ¿Es un abogado, albañil, panadero, mecánico fresador o médico un mercenario por recibir honorarios por su trabajo? Los músicos tampoco.

Es frecuente observar la sorpresa que en algunas personas resuena cuando los músicos tratamos de ofrecer nuestro  trabajo a cambio salario económico y que no nos baste con el salario emocional.

El valor corresponde al músico y, por tanto, encontrará su precio ofreciéndose como valor, convencido con su ser, ofreciendo con el máximo amor (sin que por ello sea siempre comprendido entre los suyos) y recibiendo su pago como corresponde.

Héroe no es quien vence a los demás, quien sobresale a costa de otros, no es quien se erige como único garante del merecimiento. Héroe es el que se vence a sí mismo y no depende del consejo de los que han sido domesticados.

Juan F. Ballesteros
músico y escritor

Rhodes el Fenómeno

Antes de la llegada de James Rhodes a España no sabíamos nada de Chopin, Bach o Brahms. Incluso, el maltrato infantil no existía. Ha tenido que llegar el mesías para iluminarnos.  Más allá de la ironía y el sarcasmo, la realidad dice muy poco del tejido sociocultural de nuestro país.

James Rhodes es pianista pero no un buen pianista. Cualquier joven en la fase final de sus estudios tiene una capacidad técnica e interpretativa muy superior. Para erigirse como una figura del teclado después de Claudio Arrau, Arturo Benedetti Michelangeli, Glenn Gould y tanto otros hay que ser muy bueno… o muy osado.

La música clásica (para entendernos, el término no define bien) existía antes de que Rhodes tropezara por las teclas de su piano. Que haya contribuido a que el gran público (sea lo que signifique gran público) se acerque a los clásicos es tan intrascendente como que aumente la afiliación a la última serie de Netflix. El nuevo público no se acerca a los grandes compositores de la historia sino a un relato, a una estética que rompe con el estandard habitual (en realidad, falta hace) y a un acercamiento más visceral que racional.

La atribución de roles no es unidireccional. El público, arrastrado por la crítica (ese gran ente) ha comprado la marca Rhodes con la moneda de la compasión. Leer su libro Instrumental (Blackie Books, 2015) estremece, excava en la conciencia con un hálito de dolor, de rabia.

Como padre me costó su lectura por su dureza y lo valoro, por tanto, como imprescindible por poner en liza el dolor de manera edificante y redentora y, como no, con afán de denuncia y constatación de la realidad. Como músico lamento su sucedido, pero no justifica haber sido llevado a los altares de la música.

Es un insulto a la música, a la cultura y a la inteligencia más elemental que James Rhodes haya sido elegido por el gobierno español como estandarte para su Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia de la Economía Española. Es falaz que mientras los últimos siete meses el ministro de cultura haya estado desaparecido, miles de músicos estén en ERTE en el mejor de los casos y, en los peores, vigilando su marginalidad, se manosee el arte, se pervierta el mensaje  de Beethoven como revolucionario que contribuyó a la construcción intelectual de Europa y se pase por encima de los músicos que en este país han contribuido anualmente con su trabajo al 3% del PIB. 

Habría aplaudido que a ese evento hubiese acudido como músico invitado alguno de los pianistas que lleva meses sin facturar o al alumno de piano -por qué no- con mejor expediente académico o -mejor aún- que no hubiese ido nadie y constatar así la nula importancia que para nuestro gobierno tiene la cultura. La oposición, por su parte, ajena a la cultura guarda silencio.

No podemos seguir dejando en manos de las instituciones nuestro valor como artistas. Creamos y creemos en el valor que está en nosotros y no en la subvención puntual, arbitraria e insuficiente que algunos esperan como el maná. Decidamos de una vez por todas que la revolución cultural está por hacer.

Cada uno de nosotros contiene el potencial creador de ofrecer alternativas, de no esperar el aplauso del pagador. Nosotros tenemos al público. Exploremos nuevos métodos de difusión y constituyámonos en nuestros propios ministros de educación.

El arte ha llegado debilitado a esta crisis por la indolencia. Ahora que duele, cambiemos. Y Rhodes, que se lo queden ellos.

Juan F. Ballesteros
músico y escritor

La revolución del océano rojo

Hubo un tiempo en el que se produjo la revolución de las mentalidades. A penas alumbrado el siglo XIX tras la herencia iluminista del la revolución de 1789, la humanidad experimentó la entrada a un paradigma donde el Hombre/Mujer ocuparía un destacado lugar en la historia social y natural de nuestro mundo.

El siglo anterior contempló con estupor las diversas guerras que dibujarían los nuevos mapas con tinta de sangre, las colonias se ahogaban ante un imperialismo cuya semilla contenía en partes iguales la sustancia del auge y de la decadencia. Otras guerras se fraguaban en el interior de conocimiento humano en tanto que se producía el triunfo de la razón sobre el siempre inútil sentimiento del miedo abrazado por la fe.

La nueva mentalidad que se iba cosiendo con el hilo de la cultura, particularmente con el de la música, tuvo un protagonismo esencial en el devenir del mundo que habitamos aunque, quizás, todavía no hemos sido capaces de valorarlo en su justa medida.

En pleno siglo XXI el sector cultural se encuentra de nuevo en una encrucijada, en parte porque no se han resuelto las necesidades básicas, no se ha fortalecido como comunidad o no se ha tenido un suficiente sentimiento identitario, acumulando las debilidades para sumarlas a las coyunturales, esto es, sanitarias y políticas.

El mundo de la cultura no ha hecho los deberes lo cual, quede claro, no le hace merecedor de tan catastrófica gestión política y hostigamiento social. Dicho lo cual, convendría establecer cuáles han sido, son y, por tanto, deben ser las estrategias de supervivencia como gremio.

La nueva mentalidad que se iba cosiendo con el hilo de la cultura, particularmente con el de la música, tuvo un protagonismo esencial en el devenir del mundo que habitamos aunque, quizás, todavía no hemos sido capaces de valorarlo en su justa medida.

Uno de los errores más extendidos e instalados es el de relacionar todo el tiempo vida cultural y vida política. Equivocadamente, los artistas piensan que somos subsidiarios de una práctica política y ello nos ha condenado a una espiral de caída libre difícilmente remontable a través de una insana dependencia.

Mientras que no optemos por ser nuestros propios ministros de cultura, nuestros propios gestores de nuestro trabajo poco o nada va a cambiar. En todo caso, eso seguro, va a empeorar. 

¿Por qué seguimos insistiendo en un modelo que ha demostrado no funcionar? ¿Es descabellado optar por alternativas que, al menos, no sabemos todavía si funcionan? ¿Valdría la pena explorarlas? ¿Es mejor mantener el status quo? ¿Nos quedamos con lo malo conocido o aspiramos a lo bueno por conocer?

Las protestas por la alerta roja nadie puede discutirlas como necesarias. Pero ¿son suficientes? ¿Acaso alguien de verdad cree que algo va a cambiar porque nos arrojemos a las calles, tiñamos de rojo nuestros perfiles en las redes sociales o mantengamos encendida una llama de protesta intermitente? Porque, no nos engañemos, el problema no es coyuntural es transversal y viejo y, por tanto, recurrente.

Si tenemos el talento, el conocimiento, las herramientas, la audiencia…¿por qué no somos eficaces? La queja nos paraliza. No nos deja ver alternativas. Castra nuestra capacidad natural de crear y recrear.  Contamos con el mayor de los patrimonios del sector: el público, que acude a las representaciones culturales por nosotros los artistas, or nadie más y, mucho menos, por los responsables políticos. Vienen porque tenemos algo que ofrecerles. Solo nosotros. 

¿Por qué seguimos insistiendo en un modelo que ha demostrado no funcionar? ¿Es descabellado optar por alternativas que, al menos, no sabemos que no funcionan? ¿Valdría la pena explorarlas? ¿Es mejor mantener el status quo? ¿Nos quedamos con lo malo conocido o aspiramos a lo bueno por conocer?

Creemos un verdadero espirito corporativo. Unamos nuestras fuerzas. Compartamos en lugar de competir. Usemos nuestros propios recursos para trazar la ruta de nuestro futuro artístico. Llegado a este punto, sería injusto no reconocer que no todas instituciones se comportan de una manera tan despreocupada hacia la cultura. Son numerosos los ayuntamientos que se han puesto del lado de los artistas a pesar de todas las dificultades normativas.

Los artistas de primera fila o -mejor- los más mediáticos, son menos propensos a notar la mella de la hecatombe que contemplamos, toda vez que lograron altos honorarios (tendencia a la que deberíamos abonarnos) y, por tanto, han llegado a la pandemia fortalecidos.

Del otro lado, los músicos de las ligas medias son los que más han acusado la situación. Todavía queda un grupo, los advenedizos que se han colado reclamando los mismos derechos aun cuando nunca han creado nada, los aprovechados del sistema que han encontrado una ventana por la que asomarse y ofrecerse sin contenido alguno.

En todo este magma sociológico se ha creado un corpus que exige la subvención o sea, la pasividad. La queja por bandera no produce nada. Y la subvención -cuando llega y a los que les llega- se acaba. ¿Qué quedaría después? de nuevo la nada y la súplica. En tanto que no nos emancipemos y consideremos nuestro arte como nuestra más eficaz arma de seducción masiva, no saldremos de un insano lugar donde nada sucede. 

La revolución comienza cuando cesa la queja. Una revolución que no es otra cosa que dejarnos la piel en cada propuesta, ser lo mejor que podamos ser presentando un proyecto, superarnos en cada uno de los momentos del proceso de creación, producción e interpretación, dejar las medias tintas, mostrarnos indolentes ante el esfuerzo, gratificar al que nos supera mediante nuestra admiración, no permitir al advenedizo, oportunista y mediocre ni un ápice de espacio , que las instituciones no puedan resistirse a nuestra opción artística y que en la montaña de propuestas la nuestra ocupe la cúspide, abrir espacios de intervención y colaboración con otros artistas, poner nuestros recursos al servicio de los demás, pedir sin miedo colaboraciones, crear espacios de encuentro entre artistas para ser capaces de gestionar nuestras propias actuaciones y todo cuanto hasta ahora no hemos hecho por miedo a la libertad y reforzarnos en nuestros propósitos estéticos, filosóficos y lúdicos de nuestra profesión.

La revolución ha comenzado por si alguien todavía no se ha dado cuenta.

Juan F. Ballesteros

músico y escritor

El fenómeno Celibidache

Sergiu Celibidache (Rumanía 1912-Francia 1996) mantuvo durante gran parte de su vida que no tuvo discípulos. A pesar de ello, hordas de autoproclamados profetas de la fenomenología se han erigido como sus apóstoles. Resulta cuanto menos sorprendente que ninguno de ellos ostente una titularidad en alguna orquesta importante.

No existe una técnica codificada como tal de Celibidache como no la hay de Karajan, Kleiber, Abbado o Barenboim. Existe la singularidad de la experiencia como el mismo Maestro rumano expondría en numerosas ocasiones. El aludido Daniel Barenboim, preguntado en una ocasión sobre la Escuela de Celibidache, confesó locuaz, irónica y mordazmente que el único discípulo real del Maestro había sido él, porque no había asistido a ninguna de sus clases.

Celibidache manifestó que lo que otros llamaban técnica de Celibidache no era más que un largo camino de búsqueda, prueba y error o constatación empírica para extraer de la propia orquesta un modo satisfactorio de estímulo y respuesta, de causa y efecto para la articulación del sonido. En suma, un resultado experiencial derivado de su carrera al frente de las mejores orquestas del mundo. ¿De qué grandes orquestas extraen sus apóstoles dicha vivencia? ¿De qué sonido experimentado hablan? y, por tanto ¿desde qué técnica que no sea un mero y huero mimetismo se postulan?

Los procesos que conllevan en análisis de los fenómenos desde la experiencia del ser y la consciencia, bien enunciados ya por Platón, pasando por (San) Agustín, tamizados por Hegel hasta llegar a la metodología de Husserl, se han objetivado musicalmente a través de la figura de Celibidache con el casamiento entre lo subjetivo y lo tangible del hecho artístico  de hacer música, sentando las bases de un pensamiento crítico sobre la interpretación.

Cabe recordar que el Maestro fue hijo de su tiempo donde la gnosis perceptiva frente a la estética estaba afectada por su propia tradición. Dentro este marco referencial fue donde fundamentó su postura ante el arte sonoro, en el punto donde se encuentran lo vivido y su evocación.

Como experiencia sensorial el postulado de Husserl -uno de los grandes adalides de la fenomenología- tiende a una justificación plausible si entendemos la urdimbre del discurso sonoro como puntos aislados entre sí, si – como comúnmente se sostiene- cada sonido contiene en su corpus toda la esencia del discurso, entrando constantemente en conflicto con la entidad de la obra musical. Separando – como defienden los fenomenólogos– la obra en sí de las distintas y espúreras interpretaciones. El argumento bien labrado como está, rompe su lógica al aceptar que la obra deviene en manifestaciones opuestas, cuando la obra es lo que su autor -precisamente en ese bello encuentro entre lo racional y lo subjetivo- defiende.

Mucho más allá, solo las especulaciones sobre cómo interpretar los tempi, por ejemplo, en Beethoven, está el hecho objetivable  de que las condiciones son otras completamente diferentes desde sus primeras ejecuciones hasta nuestro días. Tanto el orgánico sonoro, como las salas de conciertos así como el bagaje y conocimientos musicales del público son completamente opuestos a la realidad del siglo XX, donde su música tuvo un mayor impacto mediático. No parece, por tanto, sostenible una variación de la esencia de la obra musical por el falaz tamiz de la percepción personal y, por tanto, subjetiva. ¿Cuánto dura una nota según Beethoven? ¿Cuánto según Celibidache? ¿Y según y sus secuaces? ¿A qué postura debemos obedecer?

En una  figurada discusión filosófica entre Tales y Anaxágoras novelada por Goethe en su „Clásica noche de Walpurgis”, el primero sostiene que el origen del mundo está en el agua, como evolución continua, mientras que el segundo afirma que está en el fuego como símbolo de catástrofe. Ambos, de algún modo, tienen razón aun en sus planteamientos tan opuestos. Como metáfora nos vale para desmontar la exclusividad que los apóstoles se han atribuido para ostentar la única verdad en el arte de la dirección de orquesta.

El término Apóstol, (apo) lejos y (stellō) apartar, no parece gozar del beneplácito de la etimología en tanto que viene a significar apartar o alejar. Como se ha dicho, ninguno de ellos ocupa puesto relevante alguno en el mapa orquestal de primera línea.

La torpe imitación – tanto en la fisonomía como en la quironímia, términos y definiciones e incluso el tono de voz- llega al extremo grotesco de colocar la mano en forma de cuña a la hora de manejar la batuta cuando este modo de proceder no responde a ninguna cuestión técnica o mecánica de la conducción sonora sino de la extrema y lamentable artritis que el Maestro sufrió durante lo últimos años de su vida.

Uno de los argumentos acaso más falaces es desproveer el vínculo entre obra musical y partitura. Si bien esta no es más que una mera aproximación al significado profundo de la música en tanto que escaso para representar lo simbólico del contenido, ítems de belleza y retórica consustancial, la partitura es el formato que el compositor ha dado como bueno para transmitir sus ideas, anhelos y sentimientos.

Como no podría ser de otro modo, se admite la necesidad de ampliar la grafía y simbología musical para tratar de plasmar las ideas últimas de los creadores, pero desprenderse o manipular unas intenciones en favor de la idea subjetiva del director no parece lo más loable ni noble. La función última del director es extraer aquello que el compositor enunció, entrando en su mente y corazón y no hacerlo desde el propio.

La partitura no deja de ser un medio del que el Hombre/Mujer se sirve para trascender lo racional hacia las cotas más sublimes del arte, pero siendo como es que el medio humano es el que marca el límite perceptivo del hecho artístico, no podemos vislumbrar dichos límites desde nuestra escasa perspectiva, ergo la interpretación de la partituras indica per se sus propios límites sonoros.

Otro punto importante de la interpretación subjetiva es la disfunción entre el tiempo musical y el tiempo psicológico. Este viaje entre ambos conceptos está bien fundamentado en su tesis en la dualidad del Ser platónico y la Transformación taoísta y se justifica, en esencia, por su intangibilidad, puesto que solo podemos aspirar a constatar la definición de su propio resultado.

Esta dicotomía entre Ser y Trans ha hecho bascular el pensamiento fenomenológico musical hace el acomodo de sus propios postulados para satisfacer una visión de la partitura sin tener encuesta la del creador. 

En este punto, la paradoja del estilo musical interpretable, donde la justificación hacia el anhelo supra expresivo del romanticismo (perpetuado por la visión especulativa de la fenomenología hasta nuestros días) rompe los márgenes del respeto a la obra por el afán de detenerse en el sonido aislado y dejarlo desprovisto de su relación con el conjunto.

La alteración a capriccio y a la baja de los tempi ahogan el latir y la pulsión de la música hasta su simbólica muerte, ante una decadente y estéril estandarización del tempo y el sonido desde Monteverdi o Bach hasta Wagner o Bruckner, privándolos, además, de su propia retórica.

En la música como en la filosofía -y, acaso, en la vida- no hay nada más sospechoso que la evidencia y es por eso que, una vez expuesta su vacía propuesta, los apóstoles no ofrecerían mejor homenaje al Maestro Celibidache si dejasen de representarlo.

Juan F. Ballesteros
Músico y escritor

Cultura y rentabilidad

La catarata de conciertos pospuestos, aplazados o directamente cancelados en muchos municipios contrasta muy notablemente con la de los que conforme a ley se siguen realizando sin problema alguno en otros territorios de nuestro país, además de en el resto de Europa.

¿Cuál es el motivo por el cual una institución pública decide no hacer un concierto, sugerir el aplazamiento o impelir al músico a que tome la decisión última (que siempre será la de no hacerlo ante la carencia de argumentos jurídico-sanitarios) si la norma lo permite? ¿Por qué dependemos del compromiso y voluntad del titular de cultura aun cuando la ley nos avala?

Cuesta a comprender porqué dejan de hacerse conciertos cuando las medidas sanitarias vigentes lo permiten. Si hay distancia social, aforo limitado, medidas higiénicas previstas y protocolos activados ¿cuál es la razón última?

Festivales de gran trascendencia mediática y cultural como el Festival de Salzburgo en Austria han arrojado la cifra de cero contagios. Antonio Moral, director del Festival Internacional de Música de Granada, ha publicado un resumen donde en 32 días de festival, con 76 espectáculos y una asistencia de 21.043 espectadores, no hubo ni un solo contagio.

Cuando ha habido voluntad y esfuerzo se han realizado con total garantías de salud tanto para los artistas como para técnicos y público espectáculos culturales sin ningún tipo de problema.

Algunos artistas, la autocrítica como gremio debe prevalecer, exigen pagos, subvenciones y otras dádivas pasando de la anarquía al sentido de estado aprovechándose de la coyuntura cuando su histórico es no haber creado nada. Pero otros, han estado al pie del cañón, creando, preparando, ensayando, componiendo, proyectando, … sin un salario que sustente y con el hálito encendido para que cuando todo pase nos hallemos fortalecidos.

Cuesta a comprender porqué dejan de hacerse conciertos cuando las medidas sanitarias vigentes lo permiten. Si hay distancia social, aforo limitado, medidas higiénicas previstas y protocolos activados ¿cuál es la razón última?

El último argumento al que se acogen las instituciones es el de la rentabilidad. Bien es cierto que la inversión que hace un ayuntamiento contratando cultura es para que pueda ser disfrutado e interiorizado por la mayor parte de la sociedad dado el carácter efímero del evento cuando hablamos, lo cual es absolutamente compatible con los criterios de los artistas.

Esta rentabilidad está puesta en cuestión por el aforo permitido (permitido, o sea, legal) que hace que la actividad programada llegue a un número menor de ciudadanos. Y este argumento también lo compartimos, en tanto que nos aflige ver una sala medio vacía (¿o estaría medio llena?) a pesar de que en épocas de esplendor sanitario hemos contemplado salas medio vacías (o medio llenas) como algo habitual.

Siendo así, porqué en algunos municipios se cancelan conciertos cada semana mientras, ya no solo en Europa, en el resto del país se celebran aunque sea bajo el yugo de una normativa mucho menos laxa que en otras disciplinas (sobre todo, deportivas).

No solo se está privando a un sector dañado de sacar la cabeza sino al público a disfrutar de la cultura. ¿Acaso cuarenta personas de un limitado aforo no tienen derecho? Y, por una vez, ¿no pueden priorizar la necesidad de los músicos?

La cultura no solo es rentable en términos económicos (3,4% del PIB) sino en términos humanísticos, sociales y de mejora de la ciudadanía. Quizás esto último es lo que de verdad les inquieta.

Por todo ello, quedándonos con lo positivo, gracias a todas las instituciones públicas y privadas que han comprendido que la Cultura es Salud.

Juan F. Ballesteros
músico y escritor

Valencia y los Coros

Numerosas comunidades autónomas y sus correspondientes Federaciones están trabajando incansablemente por encontrar un resquicio de razón entre tanta zozobra administrativa, social y emocional en el ámbito coral. La pregunta pertinente es qué ha hecho la FECOCOVA (Federació de Cors de la Comunitat Valenciana) para dar respuesta a la incertidumbre de la crisis actual. De momento, ninguna.

Más allá de los manidos festivales, encuentros y cursos tan necesarios para la formación como prescindibles por su eterna repetición en forma, contenido y elegidos, la creación de espacios corales serios, focos de debate, alternativas funcionales a la tan loable como escasa función de mantener vivo su propio coro, ¿qué aporta la federación -olvidemos el pasado- al presente y al futuro del mundo coral valenciano? 

Tenemos un espejo al que mirarnos: la FSMCV (Federació de Societats Musicals de la Comunitat Valenciana) que -sin ser perfecta- se mantiene viva, firme y activa con sus asociados.  ¿Por qué el mundo coral valenciano con la tradición, talento y proyección tanto nacional como internacional de no pocos de sus cantores ha de conformarse con una federación que no nutre más que a quienes la defienden?

Cantores, compositores, directores, gestores, público…merecen mucho más que una organización endogámica que no estimula el crecimiento social y musical de las formaciones. Una formación, la de los directores, basada en el uso exclusivo del conservatorio es a todas luces insuficiente.

Afortunadamente, cada vez es más habitual contar entre nuestros directores a quienes se han formado en Europa, donde las cosas suceden. No podemos seguir abonando un terreno yermo dejando afuera a quienes tienen algo, al menos, diferente que decir.

Podemos disentir de las opiniones que no son propias, desviar la problemática social de los coros para culpar a terceros, obviar y negar la necesidad de revolucionar el mundo coral de la CV. Pero, sobre todo, podemos y debemos dejar de ocultar la realidad con tan solo una pregunta: ¿en qué hemos mejorado en los últimos 20 años? También podríamos dejar de contestarla. Algunos lo hacen.

Para organizar un evento lúdico-festivo-gastronómico, tan apreciado en nuestra tierra, no es preciso una federación. Pero para liderar un proyecto de futuro que vertebre las necesidades de todos los coros (subrayo todos) hace falta no solo cambiar el menú sino ampliar la lista de invitados, no vaya a ser que entre las opciones plausibles nos quedemos como estábamos.

Innovación y desarrollo son términos erigidos como ajenos a nuestra actividad coral. Mientras nos neguemos a pensar que de otro modo podemos ser más eficaces no saldremos de la madeja de la conformidad, único camino a ninguna parte.

El asociacionismo si no aglutina no sirve. Si no responde no representa. Si no crea, disuelve.

Juan F. Ballesteros
músico y escritor

Soñadores de sueños

Si, como dicen los místicos, la imaginación teje la realidad habría que revisar aquello que pensamos ya que, dado lo visto, podríamos ser más eficaces.

La realidad constatable no difiere mucho de lo postulado anteriormente. Los soñadores crean oportunidades, argumentos, inercias, movimiento… Más pronto que tarde logran resultados. Sencillamente, ponen en marcha toda la maquinaria vital para ir del kilómetro 0 al cenit de los resultados. El plan B solo sirve para desviarnos del plan A.

Los que han sido domesticados son incapaces de salir del círculo vicioso de lo predecible. Algunos lo laman zona de confort que, dicho sea de paso, tampoco está mal cierta comodidad. Pero renunciar a nuevos escenarios o experiencias estimulantes por la pura incomodidad o miedo (que viene a ser lo mismo) retrata al mediocre que, sin embargo, se permite tirar de la cuerda al que asciende hacia sus sueños. Los que crean y los que destruyen nunca son los mismos. Los segundos, incapaces de crear solo les queda la segunda opción.

Soñar es gratis. Dormir, caro.

Juan F. Ballesteros
músico y escritor

La ley y la emoción

La nueva normalidad se ha constituido en un test de la capacidad humana para alcanzar su cenit de estupidez. ¿Qué dirán de nosotros cuando ya nos estemos?

El sector musical tan vilipendiado, marginado y no pocas veces olvidado, está dando una lección de humildad, humanidad y generosidad social muy lejos de la estulticia con que otros sectores ávidos de equilibrar su economía están actuando. La crisis es global, sistémica y transversal ergo cualquier conato de supervivencia puede entenderse pero nunca si es en contra del interés general. 

Bien es cierto que como colectivo no siempre hemos estado a la altura fomentando la individualidad y el sálvese-quien-pueda. Esta actitud nos ha hecho llegar a una situación de debilidad frente a las instituciones que nos han considerado como parte de un decorado y con una función meramente ornamental.

La nueva normalidad se ha constituido en un test de la capacidad humana para alcanzar su cenit de estupidez. ¿Qué dirán de nosotros cuando ya nos estemos?

No obstante lo dicho, los coros y las bandas de música son las que están ostentando un valor añadido a la esperanza de mantenernos como una especie inteligente, en tanto que socialmente comprometida. Las federaciones, asociaciones de directores, coralistas y músicos instrumentistas se están movilizando desde hace meses para encontrar una fórmula de supervivencia.

Ningún colectivo está aplicando con tanto celo los protocolos (el plural es tan abrumador como descorazonador) que van cambiando a medida que se presiona y siempre sin un resultado que garantice la seguridad como el colectivo musical. Los coros y las bandas están restringiendo la participación de sus miembros en los ensayos y conciertos, con el peligro que supone para el futuro de no pocas entidades que, lamentablemente, no sobrevivirán a esta crisis.

Se dirá que cantar y tocar conlleva ciertos riesgos respiratorios propiciados por una emisión potente del aire. Pero no parece descabellado demandar un equilibrio entre la drástica disminución de efectivos y distancia en un coro y banda frente a las hordas de humanos hacinados en bares y restaurantes, en playas y aviones. 

El esfuerzo que supone para los miembros de coros y bandas es ingente, toda vez que hablamos de colectivos que, en su mayoría, son amateurs. Con permiso de los grupos profesionales que también han adaptado su praxis a la nueva normativa, hay que poner mayor valor si cabe el trabajo de los coros y bandas con un carácter aficionado.

Habrá quien alegue que la economía que mueven no es cuantitativa. Pero para los profesores de escuelas de música, para los directores de coros y bandas, profesores de canto, para los reparadores de instrumentos, … esa pequeña economía es su vida, la que sustenta en muchos casos a sus familias. En un mundo donde el movimiento del capital es la única condición para ser tenido en cuenta, cabe destacar un factor como es el valor social que solo los necios son capaces de despreciar.  

Pero no parece descabellado demandar un equilibrio entre la drástica disminución de efectivos y distancia en un coro y banda frente a las hordas de humanos hacinados en bares y restaurantes, en playas y aviones.

Que un músico, a pesar del riesgo, acceda a acudir a un ensayo no es baladí: permite que su director pueda mantener su trabajo, además contribuye a crear un ambiente de necesaria fraternidad en unos tiempos donde pareciera que todo se iba a desmoronar, mantienen los niveles de felicidad en unos índices aceptables, permite que su entorno familiar aumente su confianza en el futuro, crea un marco sociológico favorecedor, crea expectativas de futuro y consigue que la música siga sonando aunque algunos se nieguen a escuchar.

Nosotros no llenaremos estadios pero las decenas de personas que nos escuchan tienen el mismo derecho a la emoción. Nosotros no podremos abrazarnos en los ensayos porque no movemos el capital del futbol que les permite por ley poder abrazarse cada vez que tienen un efímero triunfo. Nosotros no aspiramos a tener un control sanitario antes de cada ensayo que nos permitiera trabajar con toda la plantilla como tiene el colectivo futbolístico pero mantenemos alta la capacidad de reinventarnos.

En un mundo donde el movimiento del capital es la única condición para ser tenido en cuenta, cabe destacar un factor como es el valor social que solo los necios son capaces de despreciar.

Después de una larga espera, de silencios llenos de esperanza, prudencia corporativa, ha llegado el momento de esperar más de quienes nos han utilizado para su solaz. Los artistas no somos mercancía de consumo. Los artistas, muy especialmente los músicos, somos los que hemos cambiado la historia. Y, si es necesario, volveremos a hacerlo.

Juan F. Ballesteros
músico y escritor